viernes, 12 de diciembre de 2008

EPILOGO


“Mé voilá, livre et solitaire…”
Charles Baudelaire

A pesar del insoportable bochorno contenido en el aire de la pequeña cafetería del Británico de Miraflores, no podía evitar sentir un frío interior que había estado congelando mis entrañas desde una nefasta tarde de enero, hacia unos dos meses atrás (o un quizá un poco menos). Ciertamente, no volví a ser el mismo desde aquel día. Atrás habían quedado mi estúpida inocencia de adolescente enamorado, mi condición de animal rastrero había muerto junto con el Raúl lindo y buena gente, a quienes todos consideraban como el ser mas honesto e incapaz de hacer mal a nadie. Entré al baño del lugar y me miré al espejo. Una gota de sudor resbalaba por mi pálida frente, mis cabellos negro azabache se revolvían hasta convertirse en una melena felina en pleno crecimiento. No podía creer que aquel chico ojeroso, de barba y bigote incipiente y ojos hinchados de resentimiento que me miraba, era el mismo que años atrás no podría haber encendido un porrito sino solo para analizarlo con febril curiosidad, un pavazo que se creía todo un cuento chino de falsas promesas de amor.
Jalé de la llave y un chorro de abundante agua me bañó las sudorosas manos. Sumergí mi cara en el pozo que se había formado en el fondo del albo lavatorio y quedé como flotando por unos segundos. Me sentí un bebé en la placenta de la madre, en una piscina de aguas azules, como en el disco de Nirvana, “Nevermind”, sin preocupaciones, sin líos ni penas. Algo vibró en mi bolsillo, me levanté y el agua chorreó por mis largos y ondulados cabellos empapando mi camiseta hasta la altura de los hombros. Extraje el celular de mi bolsillo izquierdo y contemplé el número con extrema estupefacción. Vacilé, debía de estar viendo mal, no podía ser ese número de nuevo, no después de tantos días de oportuna incomunicación e indiferencia. Debía de haber un error, cerré los ojos y los abrí de nuevo, el número seguía allí en clara actitud desafiante. Pensé en borrar el mensaje de texto, pero algo en mí quiso leerlo, muy adentro mío una mordiente curiosidad hizo que apretara el botón “ok” y la pantalla se llenara de diminutas letras negras, mientras yo incrédulo leía el siguiente mensaje:

“Raúl, sé que juramos no volver a hablarnos nunca más pero, al parecer, me voy y no quiero hacerlo antes de hablar contigo frente a frente y arreglar las cosas. No quiero tener problemas contigo, tu aun significas mucho para mi y por el amor que alguna vez existió entre nosotros, quiero que nos perdonemos el uno al otro”

Mis manos temblaban y mi incredulidad se confundía por la ira creciente en la presión de mi pecho. No me cabía en la cabeza como la mariposa traicionera, después de haberme literalmente matado en vida, podía venir tan descaradamente a querer buscar una reconciliación imposible de darse. Aun en mi permanente estado de flamígera conmoción, pude teclear algunas letras y responder el mensaje con lo único que podía decir en ese momento. No volvería a caer en su ponzoñosa trampa de viuda negra, de víbora letal. Primero muerto antes que volver a someterme a sus humillaciones, no toleraría que me utilizara como su perro faldero de nuevo. Con todo el odio que pude canalizar en mis largos dedos, conteste a su desparpajo con un mensaje determinante y conciso.

“No me jodas, lárgate y no vuelvas nunca más.”

Salí de los servicios higiénicos aun temblando y dos caras amigas me recibieron con impaciencia. Alejandra y Carlos me esperaban afuera, listos para una larga caminata por el malecón de la Reserva bajo el inefable sol de febrero. Se nos había hecho costumbre recorrer las bulliciosas calles miraflorinas, de casonas antiguas e hileras de pinos, luego de cada término de clase. Bajamos por el empedrado camino de Balta, pasando por el Club Terrazas hasta llegar al puente Villena, otrora trampolín de los corazones suicidas, del club de los corazones rotos. Poco a poco mi semblante pudo recuperar la tan ansiada tranquilidad. La brisa del mar me lamía la cara y jugaba con mis cabellos, mis dos acompañantes no cesaban de hablar ni un momento. Caminamos cerca de dos horas hasta que nos despedimos prometiendo volver a vernos cuando llegara el momento.
Ella nunca trató de comunicarse conmigo ni en ese día, ni en adelante. Estaba seguro que había leído el mensaje e imaginé divertido la cara de falsa tragedia que había puesto al leerlo. Y es que por primera vez ella había perdido. Recuerdo que cada vez que apostábamos o nos enfrentábamos en algún absurdo juego, ella buscaba hasta la excusa más disparatada para salir ganando. Nunca le gustó perder y ahora, tantos meses después, yo había herido su orgullo de hembra altanera. No esperaba que alguien que se había desvivido por ella le dijera que no aunque sea una vez. Imaginé casi en un ataque de risa el berrinche que estaría haciendo en esos momentos, la pensé tirada en el suelo dando de golpes al frío cemento mientras chillaba como una niña mimada a quien le han arrebatado un chupetín colorado. Aprovechando mi buen humor, bajé a saltos las escaleras del acantilado y llegué a la playa. Me quité las sandalias y en un arranque de desenfrenado júbilo chapoteé en la orilla como un niño en un día de playa.
El sol yacía radiante en el cielo limpio de nubes. Era un día feliz y caluroso, un verano ciertamente prometedor. Sentado en la arena pensé satisfecho en lo que acababa de hacer. Era libre como la brisa celeste que me acariciaba la cara y por primera vez en mucho tiempo, reí como un loco. No me importó que la gente me mirara algo temerosa o divertida. Reí solo pues solo me iría a quedar, reí de mi mismo y de lo estúpido que había sido al desperdiciar dos años de mi vida en una relación hipócrita y sin sentido con una mujer descarada y manipuladora que se había encargado de hacer mi vida de cuadritos. Pero no más, ese día en mi solitaria fortaleza de viento, arena y océano me prometí no volver a someterme jamás a otra situación semejante y pude, como tiempo atrás, llegar a la mar con la sola alegría de mis cantos.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Betrayal butterfly (Capitulo final)



“Con los nervios destrozados y llorando sin remedio,
como un loco atormentado por la ingrata que se fue.”
Andrés Calamaro

Los días posteriores a la ceremonia de graduación y previos a la fiesta de promoción transcurrieron sin mayor novedad. Discusiones vía telefónica, reconciliaciones apresuradas e indiferencia ante la vida del otro parecían presagiar la inminente catástrofe que estaba por venir. Mister G parecía aprovechar la situación pues cuando la visitaba en su casa, ella se empeñaba en ocultarme los mensajes de texto en su celular y cuando yo lograba, en un descuido suyo, manipular el aparato logrando avistar el nombre del sinvergüenza en la lista de llamadas o en la bandeja de entrada, ella me dirigía una risa nerviosa o una mirada de cínico reproche quizá queriendo reclamarme la falta de confianza. Estaba claro que la confianza y el respeto se había perdido hacia muchísimo tiempo, pues solo quedaban mentiras y apariencias entre nosotros. Pero yo no era capaz de terminar con la farsa, o a lo mejor ella era la que no dejaba que me fuera. Muchas veces he escuchado que a las mujeres les gusta sentirse deseadas y pretendidas por más de un hombre, ella lo sabía y aprovechaba que me tenía comiendo literalmente de su mano para coquetear con el indeseable que, a mi entender, se estaba dejando pisar tanto que parecía estar convirtiéndose en un prometedor candidato a quitarme el titulo del perro faldero más arrastrado de la promoción. Yo mientras tanto, permanecía en mis colosales esfuerzos de mantenerme incólume ante las constantes provocaciones por parte de ambos que parecían querer ocasionar que yo rompiera con la ingrata fiera para así tener una excusa de legitimar el infame affaire que se estaba iniciando a mis espaldas. Y aún con la cara de “yo no fui” tan característica en la mariposa traicionera, sabía que algo estaba pasando entre ellos dos, algo olía realmente mal en esa situación y yo no era tan idiota como ellos pensaban como no darme cuenta de que entre ambos había algo más que un simple “amor fraternal”, tal y como señalaba la belle damme sans merci en claro afán de apañador encubrimiento. Es cierto, nunca pude probar la infidelidad pero los detalles en el comportamiento tan cauteloso de la sinvergüenza mariposa daban cabida a una serie de sospechas con sólidos fundamentos que respaldaban mi hipótesis del clandestino desliz de los indeseables.
Era la noche del 28 de diciembre del 2007 y mi actitud era más acorde a la de un preso condenado a muerte que a la de un alocado adolescente de 17 años a punto de participar en el último acontecimiento de su vida escolar. Mi terno nuevo, camisa y corbata permanecían abultados en algún lugar del caos que era mi cuarto. Eran ya casi las 8:30 minutos de la noche cuando mi madre toco la puerta, interrumpiendo mi contemplación del vuelo de las moscas sobre mi cabeza, para instarme a arreglar mi desgreñado aspecto pues la mariposa traicionera estaría esperándome lista en la sala de su casa en menos de media hora. A regañadientes, tomé mi abultada ropa y entré a la ducha, más por obligación que por libre albedrío. El agua helada pudo despejar mi mente, más no mi apatía absoluta ante la situación. Me vestí casi a zancadas y baje las escaleras para encontrarme con el amigo de mi padre quien, previo acuerdo, había aceptado ser el chofer ocasional de la noche.
Camino a su casa pensé en como una relación de tanto tiempo se estaba yendo al tacho tan fácilmente. La rutina, la falsedad y los celos estaban empezando a fortalecer la inminente idea apocalíptica del rompimiento indefectible. Ya a unas cuadras la imagine dándose los últimos toques en su arreglo personal. Me equivoqué. Apenas me apeé del auto, su madre salió por la ventana y se disculpo conmigo pues recién se estaba poniendo el vestido. Ocultando mí incomodad, tomé la cajita transparente que contenía la orquídea a obsequiar, me ofrecí a entrar y esperarla en la comodidad de los sillones de su sala.
Después de casi cuarenta minutos por fin apareció. Lucía un apretado vestido rosa tres cuartos que le resaltaban sus ya prominentes pechos y anchas caderas, se había laceado el cabello como todas las veces desde las fiesta de quince años, y había “embarrado” (no hay otra palabra) su rostro con una capa ultra gruesa de excesivo maquillaje que le daban un cierto aspecto a un payaso de circo. A pesar de todo y de su baja estatura (tenía piernas cortas), era una mujer de una belleza perturbadora, capaz de seducir al más estúpido y calzonudo de los nerds. Ella se acercó y dedicándome una sonrisa de lo más fingida se dejó poner la orquídea en un extremo superior del vestido. Acto seguido, su madre y su prima, divertidas, se dispusieron a tomar las fotos del recuerdo, mientras yo trataba de parecer lo mas sereno posible, a pesar de mi evidente fastidio ante el hecho de asistir al evento más esperado del año con una persona con la que me sentía incómodo en extremo.
Ya camino al Club Árabe Palestino (lugar escogido como sede de la reunión), en Monterrico, más que una ley del hielo, había entre nosotros un témpano entero de incomunicación e indiferencia. Yo pasaba el tiempo contando árboles, mientras ella parecía absorta en otros asuntos que no eran de mi incumbencia. Fue entonces cuando decidí tomar la iniciativa. Extraje el celular de mis hondos bolsillos y escribí un mensaje en el que le hacia la absurda e infantil promesa de volver a enamorarla, de dar lo mejor de mi para que todo fuese como antes. Ella lo leyó y con una mueca de hastío en el rostro respondió secamente “Que bien”. No supe que mas hacer, su frialdad y ligereza ya me estaban haciendo perder la paciencia, no pude controlarlo más y la enfrenté tratando de no perder los estribos.
“Parece que a ti te importa muy poco lo que haga o deje de hacer para salvar nuestra relación ¿no?” – mi fastidio hablaba por si solo
“¿Cómo crees, Raúl? Yo soy la que más quiere que todo esto termine. No quiero seguir peleando contigo cada vez que nos vemos, Tú eres todo para mí. Quiero quererte como siempre, como antes pero tú no me dejas.”- Eran ella y su carita de pobre victima de nuevo. Me estaba pasando la factura de la precariedad en el estado de nuestra relación, haciéndome sentir culpable. Decidí no pronunciar palabra alguna de nuevo, pues todo lo que dijera sería usado en mi contra.
Es realmente decepcionante haber compartido tanto con una persona, hasta el punto de creer haberla llegado a conocer por completo, cuando en realidad no la conociste en lo más mínimo. Todos los “te quiero”, los besos y las promesas de amor eterno eran meras mentiras. Todo fue un disfraz confeccionado a la medida de la mariposa traicionera, una especie de crisálida para la larva que se prepara a emprender vuelo a otro pistilo, dejando corazones marchitos de dolor y pena a su paso.
Ya entrando al local, la ayudé a bajarse del auto y entramos sin dirigirnos la palabra. La multitud congregada se volteó a vernos y percibí las miradas de algunos chicos. El ceñido vestido empezaba a cobrar sus primeras víctimas. Tratamos de disimular nuestro fastidio mientras saludábamos a las demás parejas y avanzábamos por el largo camino alumbrado tenuemente por las farolas a los costados y los jardines llenos de vegetación irradiando belleza. Divisamos la gruta y esperamos nuestro turno para la foto de reglamento. La miré de reojo y mi desesperación arremetió de nuevo.
“Dime, qué hago, ¿Qué hago para complacerte, para que todo sea como antes? ¡Dime qué hago para hacerte feliz! – ya no podía controlarme.
Ella no pudo responder. Los fotógrafos nos llamaban a posar y ambos nos dirigimos al centro de la gruta. La encargada pareció notar nuestro estado de evidente fastidio, pues hizo unos comentarios sarcásticos con el fin de hacernos sonreír para la cámara que teníamos delante nuestro. No lo logró. Fue entonces que Mister G hizo su aparición en el lugar. La mariposa lo buscó con la mirada pero el no se acercaría a ella ni en ese momento, ni en toda la fiesta. Meses después, conversando con una amiga suya en la universidad habría de enterarme que la mariposa traicionera ya estaba en planes de iniciar algo con el sinvergüenza desde poco antes de la fiesta de promoción y el distanciamiento entre Mister G y la ingrata fiera se debió a que a este le jodía que yo fuese la pareja de la traidora y el no, porque temía que nos reconciliáramos en el transcurso de la noche. La mariposa traicionera, en otras palabras, había estado tramando este triángulo desde hacia tiempo. Pretendía mantenernos a los dos en vilo, para que en caso de fallarle la jugada con uno, tener de repuesto inmediato al otro comechado con tal de no quedarse sola ni un solo momento.
Recuerdo los primeros meses, cuando medio broma, medio en serio, me burlaba de ella porque no sabía mentir ni en las cosas más mínimas. Sudaba, desviaba la mirada y las manos le temblaban. (“Aunque, quisieras no podrías, eres incapaz de engañarme”)Tantos meses después, me doy cuenta que, o siempre fue una mentirosa o aprendió poco a poco (quizá por mis mofas) hasta lograr a tejer una red consistente de mentiras con la habilidad de una araña ponzoñosa, convirtiéndose en una maestra de la hipocresía.
Eran ya casi las 11 de la noche cuando nos llamaron a entrar al salón donde se llevaría a cabo la esperada fiesta. Una por una, las parejas descendían por la escalera entre flashes relampagueantes y risas de sana complicidad. La mariposa traicionera y yo, logramos por un momento disimular nuestro disgusto mientras nos ubicábamos en la mesa, participábamos en el emotivo brindis con las palabras del padrino de la promoción y deglutíamos la exquisita cena a la sola luz de las velas.
Es curioso pensar que de las cinco parejas que compartíamos la mesa, cuatro romperían tiempo después de la fiesta y solo una se mantendría unida aun fuera de las aulas del Ramírez Barinaga. Jorge Ricaldi y Adela Rosales, a pesar de los problemas comunes en toda pareja, mantiene su relación entre las cómodas aulas y los vastos jardines de la Universidad Católica. Los desgastantes flagelos de la rutina y los celos habrían de acabar con las cuatro restantes, entre las cuales estábamos la mariposa traicionera y yo.
Saciados los estómagos y tras intercambiar algunas palabras entre las mesas, la fiesta se inicio y el desenfreno reinó en la sala. Bailé muy poco esa noche, hundido en mi asiento me dedicaba a contemplar con sana envidia el jolgorio de la multitud. A mi lado, una copa de whisky y un cigarro a medio terminar eran las únicas compañías de mi actitud derrotista. La mariposa no perdía el tiempo, tras haber cumplido conmigo se retiro presurosa a disfrutar de la noche. Bailé con ella muy pocas veces. Cada una más corta y apática que la otra, cuando la música cesaba me retiraba a mi rincón oscuro en busca de la copa de whisky siempre a la mitad. Así pasaron, una hora tras otra, yo sentado y ocasionalmente empujado a la pista de baile por alguna chica animosa en extremo y ella evitando acercarse a la mesa, buscando bailar cada pieza con tal de no cruzarse conmigo.
Eran ya casi las cuatro de la mañana cuando nos volvimos a ver las caras. Ella se dejo caer agotada en su asiento mientras yo volvía a llenar otra copa de whisky y encendía otro cigarro. Lo hacía a propósito, a ella le disgustaba que fumase. La confusión reinaba en mi cabeza, el whisky empezó a hacer efecto y las palabras salieron de mi boca, casi sin darme cuenta.
- ¿Qué paso? ¿Por qué todo esto se esta yendo a la mierda? ¿Aun me quieres?
Ella callaba. Buscaba algún punto vago en el aire lejos de mis ojos, sabia que si me miraba, descubriría sus tretas infames. Pero yo no era tonto, lo intuía desde hacia tiempo. Fue entonces que arremetí de nuevo.
- Tú sientes algo por él, ¿no es cierto? – mi ira incandescente volvía a aflorar. Ella pareció temblar, pero decidió romper su silencio.
- Raúl, por favor. Quiero pasarla bien contigo por favor no arruinemos la noche con temas que no vienen al caso – Su mano se apoyo suavemente sobre una de las mías. Fue entonces cuando supe que debía comprobarlo. Me acerque lentamente hasta que nuestros labios quedaron en perfecta posición para un beso inmediato. Ella pareció intuirlo pues aparto su rostro bruscamente.
- ¿A que juegas? ¿No te entiendo? Me tomas de la mano, me abrazas, te comportas como si estuvieras conmigo? ¡Que rayos quieres que haga!
Ella temblaba. Sus ojos se nublaron y supe lo que estaba por venir. Recostó su cabeza en los brazos desnudos y empezó a llorar lenta y silenciosamente. Traté de consolarla, no pude, su llanto era incontenible. Era ella usando su careta de inocencia de nuevo. Algunos curiosos se acercaron a contemplar la humillante escena y no supe donde esconder la cabeza. Percibí los comentarios del tipo “ella se merece alguien mejor” a mí alrededor, volvía a ser el malo de la película ante los ojos de una parte de la promoción. No podía soportarlo mas, es así que tome mi saco y me largue a otro lugar hasta que las cosas se calmasen un poco.
El aire puro de los jardines me permitió llenar los pulmones de calma. Me cruce con varias personas y pude librarme del yugo asfixiante y el veneno de la ingrata y traicionera fiera. Me tome unos tragos con algunos, converse con otros y baile con algunas pocas chicas. Ya pasados casi 50 minutos desde que me aleje de la mesa, decidí volver a enfrentarla. Y contrariamente a lo que pensaba, la mariposa traicionera me recibió con una calurosa sonrisa. Advertí que había aprovechado mi ausencia para lavarse la cara y conversar un poco con sus “amigas”. Me invito a sentarme e intuí que su rara sonrisa se debía a una clara señal de triunfo tras haberme desprestigiado una vez mas ante los ojos de todos y haberme hecho volver arrastrándome a pedirle perdón. Lo ultimo no lo hice por cierto, y quizá por eso luego de que los mozos trajeran el desayuno y devoráramos los emparedados de jamón y queso y la jarra de jugo de papaya se fuera rauda a buscar a sus desdeñosas amistades quienes me lanzaron mas de una díscola mirada de rechazo.
Eran ya casi las seis con treinta minutos de la mañana cuando la gran multitud congregada en la terraza del club, empezó a darse el abrazo del adiós. La mariposa se había ido con su grupo de antipáticos y yo me despedía de las personas con quienes ocasionalmente me cruzaba. El largo camino hacia la salida lo recorrí prácticamente solo y sin mirar atrás. Ya a punto de subirme al taxi donde mis padres me esperaban la vi. Me miraba de reojo disimulando su inquietud mientras conversaba con uno de sus díscolos acompañantes. No, no caería en su juego; no iría arrastrándome de nuevo hacia ella. Sin embargo, su telaraña asfixiante fue más fuerte que mi voluntad de aferrarme a mis cinco sentidos. Me acerqué y le di un beso en la mejilla para subirme al taxi y notar, antes de que el vehículo arrancase, como la fiera esbozaba una sonrisa de cruel satisfacción.
Camino a mi casa, no podía pensar en otra cosa que los limites a los que estaba llegando l grado de manipulación de la mariposa traicionera. Era momento de parar con todo esto y poner las cosas en claro. Decidí, entonces, que la iría a buscar a su academia pasadas las fiestas de año nuevo. Una vez en mi cuarto y luego de una absurda conversación con mi padre, me tire en el catre y dormí esperando que todo fuese mejor en el año que estaba por venir.
La mariposa traicionera habría de irse al día siguiente a Iquitos, invitada por unos amigos suyos a pasar el año nuevo en la ciudad mas “caliente del país. Dejo su celular apagado en su casa, argumentando que seria difícil agarrar señal estando allá, en la frondosidad de la selva peruana. Nada más falso, con la avanzada tecnología en materia de telecomunicaciones era posible contactarse con cualquier persona aun desde los confines más remotos del país. Uno mas de sus artilugios para mantenerme alejado e indiferente ante todo lo que pudiese hacer por esas tordidas tierras, aprovechando su anonimato. Prometió llamarme apenas pudiera. Como es de suponerse ese “apenas pudiera”, nunca llegó, pues la única forma en la que pude comunicarme con ella fue el 1 de enero del 2008, en una accidentada conversación en la cual le reclame su falta de tacto al haberme hecho esperar como huevon al costado del teléfono por tres días seguidos. “Déjate de tonterías, Raúl. Igual nos vamos a ver mas tarde”, para luego desconectarse súbitamente dejándome hecho hablando solo como un loco al borde de la histeria. Ese “nos vamos a ver mas tarde” tampoco sucedió. Cuando la llame para preguntarle si podría ir a visitarla, me dijo que estaría demasiado cansada y ocupada esa tarde como para recibirme en su casa, por lo que nos veríamos un día de esos, ella me diría cuando.
El miércoles 2 de enero parecía ser un día radiante y feliz. Los niños jugaban alborozados en los parques y el sol prometía un verano largo y caluroso para los amantes de la vida nocturna y las playas a lo largo del litoral. Aprovechando la ausencia de mi padre y mi hermana, devore menos de la cuarta parte de mi almuerzo y sin mayor dilación salí con dirección a la academia donde la mariposa traicionera asistía. Legue en el momento preciso cuando una multitud de excitados muchachos huía literalmente de las cerradas aulas del lugar, buscando algún plan para el día soleado e inicio del verano limeño. La vi salir con Giulianna y un grupo de amigas, ella me miro, notablemente incomoda se despidió de sus acompañantes y se acerco vacilante a mi.

“¿Qué haces tu, aquí? ¡Te dije que te llamaría cuando pudiéramos vernos!” – su voz era cortante.

“¿Acaso no puedo venir a visitarte? ¿Me estas escondiendo algo? – sabia que la tenia acorralada.

“Tengo un compromiso, voy a salir con…” – callo, se sentía intimidada.

“¿Por qué no terminas la frase? ¿Hay algo de lo que no quieres que me entere? – mi paciencia se estaba acabando

“Raúl, no comiences de nuevo, en serio tengo que irme, yo te llamo mas tarde”- avanzo unos pasos, la seguí y la tome del brazo, ella se zafo rápidamente y me miro asustada. Ya no lo soportaba más.

“No, esto se acaba aquí y ahora. Quiero que pongamos las cosas en claro. Quiero que me digas que somos, si estamos o no. ¡Quiero saber que hay entre nosotros!” – estaba a punto de explotar.

“Basta, Raúl. Si quieres una respuesta voy a salir con G ¿contento? Estoy empezando a sentir algo por el, es lindo y me escucha. Por favor deja de hacer esto” – ella empezó a caminar mas rápido, casi a trotar como si quisiera huir de mi.

La escena era humillante. Ella caminaba delante mío y yo la seguía casi a rastras. Algunas personas parecieron percatarse de lo que ocurría pues volteaban a mirarme con compasión y curiosidad. Fue entonces cuando la mariposa volteo y dijo determinante.

“¡Deja de seguirme!. ¡Aléjate de mí! No quiero que me vuelvas a llamar o a buscar. ¡Desaparece de mi vida! “– su voz delataba su nerviosismo.

“No entiendo como una persona puede decirle a alguien que la ama para que días después no quiera volverla a ver nunca mas. Todo este tiempo jugaste conmigo. Eres realmente de lo peor…” – mi voz temblaba y las silabas sonaban entrecortadas.
La nubosidad de mis ojos me impidieron ver como ella, me dedicaba una mirada de cínico reproche, mientras subía a una unidad de transporte público que la llevaría a su casa. Esa seria la última vez que la vería. Me quede quito por un largo rato en el paradero sin saber que hacer. Luego de unos minutos empecé a caminar sin rumbo, casi a tumbos, mientras mis lágrimas apagaban el cigarrillo que había prendido hacia un momento. Caminando por el puente me detuve y mire a los bólidos pasar a una velocidad vertiginosa. Lo pensé, seria rápido y fácil, no habría mayor sufrimiento. No lo hice, era demasiado cobarde hasta para tirarme desde esa altura y dejar que los autos machacaran mis huesos. Me senté en una banca, hundí la cabeza en mis manos y llore por largo rato. Note que alguna gente me miraba con lastima, no me importo. Un niño se me acerco ofreciéndome un caramelito de limón. Lo acepte fingiendo gratitud para que volviera con su compasiva madre.
Cuando hube llegado a mi casa, con la esperanza de pasar un momento de absoluta soledad en mi cuarto, subí las escaleras a zancadas. Desafortunadamente mi padre estaba ahí, decidí entrar sin saludar y me encerré en i cuarto a someterme al proceso sadomasoquista de buscar todas y cada una de las notas que contenían las falsas promesas de amor eterno y cariño incondicional. La leí una por una y cuando hube terminado metí cada una de las cartas y regalos en una bolsa negra de basura. Si habría de olvidar, tendría que olvidarla del todo, pero no podía hacerlo solo. Llame a varias personas, nadie contesto pero cuando casualmente marque el número de Giulianna su voz me respondió por el otro lado del auricular.

“Hola, Raúl ¿que pasa?” – sonaba casi a bostezo, supuse que estaba estudiando para el todavía lejano examen de admisión.

“Giulia necesito hablar con alguien. ¿Crees que pueda ir a tu casa un momento? – trataba de que mi voz no sonara tan entrecortada.

“Claro, ven aquí te espero” – Me despedí, corte la comunicación, tome la bolsa negra que contenía todos los amargos recuerdos de la mentira que acababa de terminar e inhalando profundamente, gire la manija de la puerta. Debía de parecer normal, mi padre no debía darse cuenta de mi estado de atribulacion. Le dije donde iba y sin más demora salí camino a casa de Giulianna.
Toque el timbre y una larga y dulce melodía retumbo en las paredes de su casa. Ella salió, noto mis ojos llorosos y me abrazo. Llore con fuerza y rabia, pasamos a su estudio y me senté en el sillón de la computadora. Le conté todo lo que había pasado y le mostré la bolsa con los amasijos de papales y regalos. Al poco rato llego Sol, conversamos de lo mismo y les conté mi determinación de quemar todo lo que me recordase a ella. Revisaron la bolsa y Sol me pidió que le dejase quedarse con un dije que contenía sus iniciales. Se lo di. Rompí cada una de las notas y ellas me miraban desconcertadas. Finalizado el procedimiento le di la bolsa a Giulianna y ella la llevo a la basura.

“¿Estas seguro de lo que acabas de hacer?, mira que no hay marcha atrás” – ellas me miraban asustadas, realmente el chico que rompía los papeles lleno de odio no era el Raúl que conocían.

“Es algo que debí hacer hace muchísimo tiempo. Esto nunca debió pasar, no debí haber tenido algo con ella. Todo era perfecto cuando estaba solo” – me sorprendió la determinación y el rencor en mi tono de voz. Nunca había hablado así en mi vida.

Luego de aquel día no volví a saber nada más de ella. Cambie mucho, es cierto. Mi misantropía volvió y con ella mis largas caminatas por el malecón de la Reserva. Me jure no volver a enamorarme, no volver a ser manipulado y maniatado por otra mujer en mi vida. Me jure no volver a pensar con el corazón, volvería a ser tan frio y razonador como antes, un animal, algo de maquina casi nada hombre. Y me prometí contar toda mi historia, como testimonio de infamia y prevención a aquellos que se crean el cuento del amor eterno e incondicional, porque este es el ultimo dolor que ella me causa y estos son los ultimos versos que yo le escribo.


(Por) FIN

domingo, 16 de noviembre de 2008

Post mortem




“nada más dulce que el deseo en cadena...”
Gustavo Cerati


Debo admitir que luego de terminada mi trágica y primera historia de (des) amor con la mariposa traicionera, entre en una fase de avezada pendejería a la que jamás pensé llegar dadas mis conocidas “virtudes” de pavazo y bisoño en materias pasionales. Noche tras noche, salía sin rumbo hacia a algún lugar donde dar rienda suelta a mi febril instinto de animal recién liberado y aún dolido por los puñales de la traición femenina. Buscando a alguna vampiresa que compartiera mi creciente bestialidad, recorría la ciudad con las manos en los bolsillos, mirada altiva y gesto soberbio mientras daba pitadas al cigarrillo a medio terminar. Veía pasar, una tras otra, a las chicas de escotes generosos dejando de lado mi condenada timidez para voltear a verlas con el esmerado descaro de un macho que se respete y que haga valer su titulo entre tantos calzonudos impostores que abundan en esta brumosa Lima de furias reprimidas.
Me sentía poderoso. Uno tras otro, los pocos y fugaces pero intensos affaires que tuve en esos días me hicieron sacar lo peor de mí. Recuerdo todo, mi memoria fotográfica y mi rechazo a embriagarme en baños de cerveza en cantidades increíbles, me permitían seducirlas sin perder la lucidez. Claro que no todas caían con la misma facilidad de otras, había que esforzarse, sacar algunas veces al Raúl buena gente y lindo querido por todos para hacerlas caer en mis redes de licántropo ansioso de presas tiernas e inocentes. A pesar de comportarme como un verdadero pendejo nunca perdí mis dotes de renombrado caballero, se podría decir que fui un pendejo diplomático, uno de los últimos románticos, un poeta maldito siguiendo la línea de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. Nunca trate de propasarme con alguna de ellas. Todo se reducía a fogosos ósculos en la oscuridad de la noche, nada más. Ellas se despedían con la misma naturalidad con la que venían. Saciado momentáneamente mi instinto vampiresco desaparecía de nuevo a seguir buscando nuevas presas antes del arribo del alba veraniega. No había ni hay remordimiento alguno, es obvio que los muertos no sienten, yo era una sombra, un espíritu doliente y vengativo, un ser sediento de sangre virgen pretendiendo saldar deudas pendientes consigo mismo. Es cierto, morí una vez y ahora, tantos meses después de esa época de locura y desahogo no muestro arrepentimiento alguno, digamos que me tome la licencia de no ser yo mismo por un tiempo, de ser yo y otro, o ser yo jugando a ser otro y viceversa.
A veces, cuando recuerdo esas épocas de nosferatu adolescente no puedo evitar sonreírme, divertido por las cosas que hice y ya no puedo hacer. Mi timidez volvió y con ella, mi consabida incapacidad (o discapacidad) para el amor, legado infame de mi relación con la mariposa traicionera. Pero hay noches, en las que recostado en mi catre siento los caninos raspar mi lengua seca, me siento desdoblar y salir por la ventana, en un baño de luna y sombra, en busca de alguna princesa vampira dispuesta a compartir mi soledad.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Betrayal buttefly (parte 11)




“perdón por saber que tu vida
solo esta llena de falsedad e hipocresía”
Los pasteles verdes

El año se acababa. Uno tras otro, los meses pasaron casi sin darnos cuenta. Los profesores nos sacaban en cara lo poco que faltaba para el adiós definitivo, dejar el colegio y emprender un camino solos, un rumbo completamente diferente al de las personas con las que habíamos convivido durante esos fugaces once años. Pues en mi caso, de esos once años solo nueve de ellos son los que recuerdo con mayor añoranza y nostalgia ya que en los tres últimos me dedique a perder el tiempo (no hay otra forma de decirlo) en una historia de desamor que cual cruel huracán se encargo de devastar mi ya precaria geografía emocional (la muerte de mi abuelo materno en marzo del 2006 es algo de lo que nunca lograre reponerme).
La mariposa traicionera continuaba consolidando su relación con Mister G mientras yo iba asimilando la idea de una inminente Hiroshima emocional. Las continuas referencias que hacia de el estaban empezando a acabar con mi aparente inagotable paciencia. Reprimía mi ira ante las continuas insinuaciones de Mister G hacia la mariposa traicionera quizá queriendo no darles la oportunidad de verme afectado y vejado. Me comí mis ansias homicidas, mi instinto asesino, cuando el indeseable le llevo un ramo de rosas y una caja de chocolates por su cumpleaños y tuvo la conchudez de entregárselos justo en frente mio, mientras ella actuaba con total naturalidad. Me mordía la lengua cuando ella me comentaba entre cínicas risas que ella lo llamaba “muñecon” y él, “princesa”.
No, no les iba a dar el gusto de verme explotar, estaba decidido a comerme mi orgullo adolescente (herencia de mis antepasados arequipeños) para evitar protagonizar un escándalo en medio del patio central, matando a golpes al sinvergüenza hasta que ni siquiera el mejor cirujano plástico a nivel mundial pudiera arreglarle la masa de hueso, sangre y carne que tendría como cara. Mientras tanto desahogaba parte de mi ira con la mariposa traicionera, cuya manía de minimizar las cosas (Amor, es solo un buen amigo ¿Acaso nunca has tenido una persona que creas idéntica a ti? ¡Es que nos parecemos tanto¡), estaba empezando a sacarme de mis casillas. Las rochosas discusiones a vista de todo el colegio se hicieron tan comunes que ya nadie se preocupaba por saber por que se me veía largarme solo a otro lugar lejos de ella mientras ella iba corriendo donde sus amigas ( algunas alcahuetas consumadas) o a los brazos del sinvergüenza a buscar consuelo. Estaba claro que yo era, para parte de la promoción, la peor basura, el malo de la película. Sentía la hostilidad y los comentarios a mis espaldas, aunque agradecía encontrar a gente neutral o también, a personas dispuestas a escuchar los lamentos desesperados de un mentecato al borde de la locura.
Los meses pasaban, cada vez más rápido y los preparativos para la ceremonia de graduación y la fiesta de promoción se hacia cada vez mas acelerados. Las chicas vivan presas de la angustia mientras buscaban vestido y pareja. La ingrata fiera y yo, desde que comenzamos nuestra relación, habíamos quedado en asistir juntos al evento mas esperado del año. La proximidad de la celebración significo un freno en las discusiones rutinarias que cada vez eran más intensas. Las conversaciones pasaron a girar en torno al color de su vestido y al de mi camisa y corbata. Nunca entendí la excesiva preocupación femenina por esos detalles tan insignificantes, pues yo no tenía problema alguno de asistir con el terno, alguna camisa y corbata al azar que usaba en los tiempos de las ya lejanas fiestas de quince años. Pero tanto mi madre, mis tías y ella, enemigas de mi modo tan practico de ver las cosas, se empeñaron tanto en mi vestuario que no me quedo otra que ceder resignado a ser usado como maniquí de modas.
En los últimos meses del año muchos ya habíamos ingresado a alguna universidad, así que, como imaginaran, el pabellón de quinto de secundaria abundaba en cabezas rapadas, en el caso de los chicos, y mechones de largas cabelleras femeninas, pues ni ellas se salvaban. El fin estaba cerca y nosotros lo sabíamos, solo restaban semanas para egresar de las aulas del Ramírez Barinaga, algunos para no volver y otros, como yo, como visitantes casuales y nostálgicos de un lugar lleno de recuerdos. Las muestras de cariño se hicieron mas frecuentes entre los profesores, los recreos se hacían más cortos y la incertidumbre acompañaba los rostros de cada uno de nosotros. Lastima que no disfrute esos últimos días, la relación con la mariposa traicionera estaba llegando a límites inaguantables para cualquier ser humano.
Llegamos a terminar cerca de cuatro veces en dos meses, (todo un record, en verdad) para volver cada timbre de salida simulando un falso arrepentimiento que ni nosotros mismos llegábamos a creer. Empecé a fumar y a realizar caminatas sin rumbo deteniéndome solo cuando la noche parecía morir. A decir verdad, aun camino cuando se me presenta la oportunidad. Ver el mar de noche, sentir la brisa marina en la cara y respirar con todo el aire para uno solo, sin nadie alrededor que moleste es el mejor ejercicio para un corazón afligido y regocijado en la soledad absoluta. Llegue a bajar algunos kilos y empecé a desarrollar trastornos de sueño. A veces sufría de insomnio y me entretenía contando estrellas desde la ventana de mi cuarto, rodeado de oscuridad; mientras que otras veces dormía como un oso en hibernación. Me sentía desganado y me agotaba con facilidad. Tenía ojeras y andaba encorvado, deprimido y con la mirada en ningún lugar. Podría decirse que estaba propenso a desvanecerme en cualquier momento, a perder la conciencia en medio de la calle. Pero me preocupaba por que nadie lo notase, si algo adquirí en esos tiempos fue a controlar mis emociones. Quizá no con la facilidad con la que lo hago ahora, pero intente parecer sano y normal. Sentía que mi historia con la belle damme sans merci estaba por acabar y de una forma no muy agradable, sin embargo, parecía estar demasiado idiotizado, casi un ser dependiente bajo su sombra. Pero mi culpa era menor que mi estupidez, mi masoquismo era más fuerte que la lucidez y voluntad para librarme de su asfixiante nudo de víbora letal.
Sobreviví las últimas semanas como un fantasma entre la algarabía y el atareo en la promoción. Llego el día de la despedida y yo aun permanecía en ese estado de estupida estupefacción que se había prolongado casi cuatro meses. Como es de esperarse, el día anterior había peleado con la mariposa traicionera y por lo tanto, llegue a mi último día en el colegio con una cara de tragedia digna de un drama “sofocleano”. La vi riendo con Mister G, me dolió. Mis defensas contra su afán destructor habían mermado considerablemente. No la busque, fui directamente hacia mi salón, donde Kathy preparaba su cámara de video para registrar la despedida. No salude a nadie y me desplome en mi carpeta. Algunas personas se me acercaron, me dijeron algo y yo les respondí meneando la cabeza de arriba de abajo en señal de aceptación. Nos llamaron y salimos a los corredores. Separaron hombres de mujeres en dos aulas, seguí al grupo y estuve mirando a la nada por un buen rato hasta que un sonoro “crack” llamo mi atención. Dos chicos de la promoción habían roto una carpeta, mientras otros rayaban la pizarra y algún rincón en las paredes con plumones y tizas de colores. El armario retumbaba por dentro y unos segundos después sacaban a un divertido Juan Casanova que había sido forzado a entrar ahí (aunque “forzado” no es quizá el término adecuado) como ultima broma escolar. Ciertamente, me sentí tentado a unirme al jolgorio de despedida. Quería sacar mi lado vandálico también, para poder mantener mi mente ocupaba en otras cosas. No pude, mi apatía era total.
La voz del megáfono nos llamo a salir, bajamos las escaleras y nos dimos con la sorpresa de que todo secundaria y parte de primaria estaba en el patio dando vítores y aplausos mientras nos ubicaban. Llegamos al centro y nos hicieron pasar tomados de la mano con un niño de inicial para luego sentarnos en sillas adornadas frente al escenario, uno al costado del otro. Solo recuerdo que a mi lado Anais y Melz comentaban enternecidas y entre risas los pormenores de la despedida organizada por el colegio, a veces queriendo invitarme a la conversación (es de suponer que se dieron cuenta de mi estado de atribulación) sin éxito pues yo las escuchaba sin escuchar, desmoronándome en silencio. Terminada la ceremonia, (donde se pudo oír uno que otro sollozo) nos condujeron por todo el colegio a modo de ultimo recorrido del lugar que nos acogió por once fugaces años. Recordé (y creo que todos) el primer día de clases, cuando me negaba a entrar al salón pues me aterraba el barullo y la idea de pasar todo un día solo sin mis abuelos o mi madre. Recordé los primeros recreos cuando conocí a mis primeros amigos, recordé los juegos colectivos (encantados, chapadas, etc.) y el correteo por los patios. Llegamos a los pabellones de primaria donde una ensordecedora algarabía reinaba, contrastando con el silencio sepulcral de las mañanas de clase. Los niños habían suspendido sus labores por un momento para salir a los balcones y los pasadizos con el fin de despedirse de nosotros. Sentí los jalones, las apretadas de mano, vi algunos sonreírme y escuche a un salón entero gritar mi nombre (una de mis tías era profesora de tercero de primaria por lo que los niños de ese salón ya me conocían). Dimos la vuelta por el campo de fútbol, ladeamos el coliseo y llegamos al auditorio donde tendría lugar la tradicional despedida de cuarto a quinto de secundaria.
La ceremonia transcurrió sin mayor sorpresa, excepto cuando pasaron un video recogiendo los mejores momentos de nuestros once años de vida escolar, ocasión en la cual la gran mayoría derramo lágrimas de verdadera añoranza. Por un momento sentí que me había librado del molesto recuerdo de la mariposa traicionera, reí en ciertos momentos, llore con los demás y converse con las personas a mí alrededor. Sin embargo, cuando creía que todo había terminado vino algo que termino por destruir mi ánimo y mandar al tacho los momentos que estaba empezando a disfrutar. Se inicio una divertida premiación que incluía galardones como “el mejor claun”, “la más lady”, “el más estudioso”, “el más payaso” (reñida competencia), “el mejor amigo” y “el mejor en dar excusas”. Todo perfecto hasta ese momento, coreaba nombres y reía con los demás hasta que anunciaron el último galardón del día. Anunciaron la premiación a “La pareja más romántica de la promoción” y me hundí en mi asiento. Pero pensé que era imposible incluso conseguir una nominación teniendo en cuenta que todo el colegio nos veía discutir a diario. La pantalla negra empezó a mostrar las imágenes y me vi a mí y a la mariposa traicionera abrazados en una foto de meses atrás. No ganamos (quedamos en tercer lugar), pero me desmorone por completo. Sentí las miradas a mí alrededor y los murmullos detrás de mí. Mientras la pareja ganadora subía al escenario a recoger el premio yo me desvanecía de dolor y volví a hundirme en el asiento. Si era una broma, era una demasiado cruel, no entendía por que había pasado. La ingrata fiera y yo habíamos vuelto a terminar el día anterior y ahora venían a joderme la vida poniendo una foto de los dos, mientras ella estaba en ese mismo lugar, acompañada del sinvergüenza de Mister G. La ceremonia termino y yo estaba hecho un manojo de nervios, temblaba de rabia y dolor mientras la música sonaba y las parejas se ubicaban en la pista para iniciar el baile de despedida.
Absorto y destrozado por dentro me fui a un rincón oscuro y solitario a aliviar mis penas. Busque algún cigarrillo en mis bolsillos sin éxito, me sentí asfixiado y acosado por la hostilidad de algunos. Trate de controlarme pero no pude, me senté en el rincón, hundí mi cara en mis manos sudorosas y llore. Perdí la noción del tiempo, mis manos estaban empapadas de sudor y lagrimas acidas. Sentí la respiración suave y pausada de dos personas, levante mi llorosa mirada y las vi. Kathy y Adela me miraban con compasión, se sentaron a mí alrededor y sin decir nada me abrazaron fuerte. Llore con más fuerza, pero con alivio. Ellas me hablaban pero no las entendía, solo me importaba que estén allí a mi lado. Trataron de animarme y empujaron a la pista de baile y se movieron alrededor mio. Di algunos torpes pasos, esforzándome por parecer sereno hasta que a lo lejos vi a la mariposa traicionera bailando y riéndose con el indeseable de Mister G. Ellas se dieron cuenta (no los mires, ven baila con nosotras), yo me rehusé y me derrumbe en la primera silla que encontré. Llore de nuevo, ellas aun estaban ahí les pedí que se fuesen, no quería arruinarles la celebración, ellas se obstinaron en quedarse hasta que termino la fiesta.
Salí del colegio lo más rápido que pude, mientras profesores y alumnos se buscaban para darse el abrazo final. No quería ir a mi casa. Tome un camino contrario y camine sin rumbo. Solo me detuve cuando me detuve cuando me di cuenta que me estaban siguiendo. Era ella, quise gritarle y mandarla bien lejos pero calle. Voltee y seguí caminando, ella me siguió, voltee de nuevo y hable.

- ¿Qué quieres? ¿Por que me sigues? ¿No te parece bastante con lo que acaba de pasar? – le increpe.

- No puedo dejar que te vayas así, Raúl; mira como estas, tiemblas, no se que puedes hacer en ese estado. – respondió

A lo lejos, me pareció ver la silueta de Sol dirigiéndose a su casa, la mire de nuevo y le pedí que me dejara en paz. Se negó, seguí caminando ella troto hacia mi y me tomo del brazo. Inmediatamente me solté con fuerza y ella retrocedió temerosa. La mire con rencor, ella retrocedió pero se quedo firme frente a mi. Me voy, le dije. Ya me canse de ser tu perro faldero, tu juguete de segunda mano. Me voy lejos, donde ni tu ni nadie me encuentre.

- Pues no puedo dejarte irte así, estas mal Raúl, deja que me quede un rato cont...

- Deja de fastidiar ¡- le grite.

Ella no se movió, odie su terquedad disfrazada de pura hipocresía. Odie cuando se me acerco y me beso en los labios. Me odie por ser tan débil y no haber sido capaz de terminar con la farsa en ese momento.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Escenas limeñisimas (Chapter the second)





“Abatido entre Lima y la Herradura
El rincón de Hawai a diez kilómetros de la eterna ciudad de los burdeles)”
Luís Hernández

El semáforo cambia a verde por enésima vez y la larga hilera de automóviles empieza a avanzar pausadamente mientras el coro de bocinas chillonas se reanuda con singular ímpetu. A su lado oye a cobradores llenando vehículos atestados de soñolientos y sudorosos pasajeros. Algunos ensimismados en lecturas quema pestañas (son universitarios, piensas), otros en un sueño profundo con un hilo de viscosa saliva colgando de los labios; mamachas y taytas con bultos gigantescos y bolsas de mercado mirando maravillados, con sus ávidos ojazos de curiosos y recién venidos provincianos, los letreros de neon o los grandes edificios de transnacionales que abundan en la Javier Prado. Ve a un cobrador entablarse en un duelo verbal con un especialmente díscolo pasajero que se niega a pagar la excesiva tarifa de la empresa. Al final entre improperios y procacidades el cobrador, resignado (aun cuando sabe que “el cliente siempre tiene la razón”), accede al “capricho” del testarudo pasajero, no sin antes hacer un llamado a la buena voluntad del mismo (“ sea conciente pe’ varón”).
Ha logrado, tras muchos esfuerzos, sortear el tráfico infernal de la Javier Prado y ahora transita por la avenida Aviación. Lo mismo, abundante neon, restaurantes por doquier, la vida nocturna limeña aun esta por empezar. Son recién las ocho de la noche y la ciudad aun no termina de despertarse. Dobla en Angamos y llega a Comandante Espinar en Miraflores. Entra por Pardo y maldice. Otra larga hilera de vehículos espera el cambio de luz. Por suerte encuentra un calle perpendicular y llega a la bajada Balta. Las farolas alumbran tenuemente los costados de la calle, el club Terrazas se muestra imponente y con vida aun a esas horas. Las manos le sudan como todo el cuerpo así que decide bajar por el malecón a refrescarse un rato. En el camino se topa con acarameladas y fogosas parejas que aprovechan la posibilidad del anonimato que les otorga las calles miraflorinas. Te ríes para tus adentros, el Parque del Amor debió haber conocido tiempos mejores antes de volverse un burdelito, un troca publico. Ves, entre los árboles, a una muchacha montada sobre las piernas del muchacho quien ya empieza a desabrocharle el brassiere. Aun con la vigilancia permanente en la zona dispuesta por la municipalidad existen parroquianos que saben como darle vuelta a la ley. Doblas por el puente Villena, famoso por la cantidad de suicidios reportados diariamente en el pasado, pensó en la paradójica ubicación de ambos lugares. Uno al costado del otro, uno paraíso del amor terrenal y físico, el otro un medio para poner fin a una historia de desamor. Ahora el puente había sido techado por ordenanza del buró miraflorino obligando a los suicidas a buscar otro lugar para ponerle fin a su existencia.
Ves el mar oscuro y vivo que se confunde con la noche sin estrellas tan típica de la Lima gris. La luna refleja un camino de luz en el océano, un espectáculo ciertamente bello. Te detienes y estacionas el auto junto al parque Champagnat, cruzas la pista mirando siempre a los dos lados (no vaya a ser que algún borrachín al volante te embista y arroje tu cuerpo al mar antes de emprender la cobarde fuga), caminas unas cuadras buscando una bodega. Pudiste haberlo hecho con el auto antes de bajar por el malecón, pero ejercitar las piernas de vez en cuando no le hace mal a nadie. Entras a la bodega y pides una Cuzqueña en lata bien helada y compras un pan con hamburguesa en el carrito sanguchero de la casera. Caminas la ruta de regreso evitando consumir tu cena improvisada antes de llegar al parque.
Observas el mar, te sientes tan atraído que morirías por darte un chapuzón nocturno, aun con el riesgo de morir de hipotermia. Miras los vehículos estacionados junto a la playa, al menos ellos son más discretos que los muchachos entre los árboles. Sin embargo, esta seguro de que el pudor, en esos casos, en la oscuridad del vehiculo y lo desértico del lugar a esas horas no tiene lugar en una (casi) calurosa noche de noviembre. Levantas la vista y admiras la Cruz en el Morro, siempre brillante y bella. A un costado La Herradura vive entre luces de vehículos y las piletas iluminadas de noche contrastando con la oscuridad del balneario de La Punta al otro extremo de la Costa Verde, sumida en la total oscuridad y rodeada de la niebla smog de la ciudad.
Encesto la lata en un tacho cercano y volvió al vehiculo. Hacia tiempo que no venia aquí, claro que le hubiera encantado bajar a la playa pero no quería interrumpir los retozos, gemidos y saltos de los vehículos en acción, con caprichos nostálgicos e introspectivos de un paria errante en una ciudad que oscilaba entre la furia incandescente y el sueño eterno. Oyó el motor ronronear con suavidad y supo que el combustible estaba por acabarse. Eran casi las nueve de la noche y la ciudad estaba despertando. Atravesó el malecón sin celeridad hasta llegar a Larcomar que aun no alcanzaba el máximo punto de ebullición. Avista a los cazadores buscando a las presas de faldita a la moda bien apretada, dobla por la avenida Larco y nota el despertar de la ciudad. Más letreros de neon, muchachos eufóricos caminando hacia una prometedora noche de parra, galerías llenas de compradores y cafés con gente charlando mientras se fuman un cigarrillo. La noche recién empieza, se dice. Se siente joven de nuevo, tararea una canción que escucha en la radio y entonces los ve. Era la fogosa pareja del parque, al parecer habían terminado los previos y ahora se aventuraban a una noche de locura y pasión. Al parecer ellos no lo reconocieron porque no mostraron gesto alguno de complicidad.
El muchacho levanto la mano al aire mientras ella se acomodaba el brassiere, los cegó el resplandor de las luces frontales. Los miraste de nuevo, eran altos y espigados. Vaya suerte que tiene este chico, pensaste. El muchacho levanta el brazo más alto y dice: “¡Taxi¡

Escenas limeñisimas (Chapter the first)




“Me veras volar,
por la ciudad de la furia...”
Soda Stereo

Esperas. La luz rojo escarlata del semáforo es tan distante que pareciera ser una de las pocas estrellas visibles en el gris smog del firmamento limeño. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Treinta? ¿Cuarenta minutos? El perro de juguete te observa con esa mirada vacía y maliciosa de lo inanimado, mientras su cabeza se menea de un lado a otro en aquel sádico movimiento hipnotizante. Nunca entendiste por que lo pusiste ahí, justo frente tuyo. Fue un capricho de Cristina, piensas inútilmente. Lo que hacen las mujeres, le meten a uno cosas en la cabeza hasta erradicar cualquier rastro de voluntad y lucidez que pueda amenazar su hegemonía hogareña y dictatorial. Empiezan con mínimos detalles (los adornos del auto, lo que se debe o no comer en casa o los programas de televisión) para después, en un acto de conchudez y cinismo inusitados, decidir la ropa que debes ponerte, tus horas de llegada y salida, a quien mandarle el currículo y hasta fijar fechas y formas para el sexo (sino pregúntenle a Madonna).
Se estaba empezando a impacientar. Prendió la radio y busco una emisora al azar. Se detuvo en una donde pasaban solo rock en español. Era un alivio encontrar una emisora así, entre las innumerables señales que solo emitían las pegajosas e inevitablemente infaltables “cucucumbias” o el disforzado y adefesiero ritmo “reggaetonero”. Estaba hastiado de escuchar lo mismo por todos lados. En realidad no tenia nada contra la cumbia, se mostraba tolerante con todo tipo de genero excepto con la superficialidad reggaetonera. No acaba de entender la gracia que tenía ponerse collares de can en el cuello, o andar con ropa tan holgada que tienen necesidad de acomodar por ratos tratando de evitar quedarse calatos en medio de la calle. No le entraba en la cabeza la idea de escuchar letras que no pasaban del “chuculunlunlun”, o del “dale duro papi, dale más duro”; “melodías” (ojo con el énfasis) sadomasoquistas y prejuiciosas al limite que ponían al descubierto la misoginia de varones de habla arrogante y ademanes delincuenciales.
La larga hilera de vehículos en la Javier Prado improviso un coro de bocinas chillonas en señal de desesperación absoluta. Los dos policías que dirigían el transito hicieron caso omiso a los chirridos hostiles y a los insultos escandalosos de los choferes delante tuyo. Esperas.Era viernes, un viernes sangriento; como toda la semana, como todos los meses, como el año entero. Cuando te das cuenta que ya han pasado casi sesenta minutos desde que te metiste al embotelladero infernal de las siete de la noche cambias nuevamente de emisora. Te detienes en una donde repasan las noticias acontecidas durante el día. Nada nuevo de lo del periódico abandonado en el asiento del costado: Violaciones, robos, “petroaudios”, el presidente profanando la memoria de Celia Cruz mientras baila el tristemente celebre “teteo”, choques, otorongos durmiendo en el hemiciclo, huelgas por doquier y artistas “figurettis” y “angurrientos” de esa patética imitación que se hace llamar “chollywood”. Recuerdas un libro que leíste en tus años universitarios, cuando pensabas ser un gran escritor, un intelectual como esos que ganas premios y condecoraciones en todos lados. Recuerdas a Zavalita, Santiago Zavala mirando “la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios iguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina. El mediodía gris.” Lo recordabas en la puerta de “La Crónica” pensando en que momento se había jodido el Perú. Y te identificas con el, con Santiago Zavala, el “señor editorialista” que “era como el Perú” porque “se había jodido en algún momento”. Trata de repasar cada instante de su vida para delimitar el momento de degradación fatal: ¿las pichanguitas en el colegio?, ¿las idas y venidas a los “huecos” frente a la universidad?, ¿el día de su matrimonio con Cristina? No, no; habían sido todos esos, no uno solo, el se había jodido desde el principio.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Betrayal butterfly (parte 10)



“No recuerdo tus ojos, pero si lo que vieron...”
Luís Hernández

Por esos días, mi relación con la mariposa traicionera ya había empezado a sentir los estragos de la rutina y el tedio. Recreo tras recreo, salida tras salida; pasábamos la mayor parte del tiempo sentados uno al lado del otro, sin decir una palabra. Había ratos en los que hablábamos (o mejor dicho ella hablaba) de las cosas que pasaban en nuestros salones de clase. En mi caso no había nada extraordinario que contar: los cambios de hora con mi guitarra en un rincón del salón mientras la gente me pedía canciones al azar; los videos que grabábamos con Kathy, Sol, Adela, Ferxio y Jordan; entre otras cosas; no tenían mayor relevancia en comparación con las “aventurillas” de la mariposa con su nuevo amigo. Quizá por eso tratábamos de no tocar el tema pues la sola mención de Mister G en la conversación desencadenaba una serie de discusiones que (casi) siempre terminaban en rochosas peleas a voz en cuello donde ella terminaba siendo la victima ante los ojos de todos, mientras yo me marchaba con mi furia incandescente reprimida en mi garganta hacia otro lugar lejos de ella y de las desdeñosas miradas de los que habían presenciado la pequeña guerra en el patio principal del colegio.
Apoyado sobre el tronco de algún árbol de los muchos que habían alrededor el campo de fútbol me dedicaba a observar a las parejas que circulaban por ahí. Algunas me saludaban, otras estaban demasiado abstraídas dándose arrumacos como para darse cuenta de mi presencia. Así pasaba el tiempo, solitario y divirtiéndome pensando que todos ellos eran tontos enamorados, para después darme cuenta que yo también formaba parte del gran grupo. Resignado y con la mirada perdida caminaba por los patios atestados de chiquillos pateando pelotas, chicas agrupadas en círculos contándose los últimos chismes o “rajando” de alguna fulana que ellas consideraban “indeseable”; veía el tiempo pasar sin detenerse siquiera para mostrar condescendencia con un pelele que cometió el error de “enamorarse” en los dos últimos de los once años de vida escolar, o mejor dicho, de un huevon que no supo discernir entre amor y perdida de tiempo.
Cuando el timbre que anunciaba el retorno a clases y el fin del receso se imponía sobre el barullo de los patios yo emprendía el camino hacia mi salón en el segundo piso del pabellón a un extremo del colegio. Buscaba a la mariposa con la mirada y en seguida la encontraba de lo más radiante con Mister G o con alguna de sus amigas. Ya no me afectaba, mi día se había ido al tacho con todo lo que ello implica así que entraba cabizbajo a escuchar clases. Notaba en seguida el recelo a mí alrededor, sentía las miradas sobre mí, los reproches en el aire y los murmullos de algunas de las chicas cerca de mí. Hubiera podido acercarme y exigirles una explicación, pero me retuve pues consolidaría aun mas la fama de conflictivo que me estaba empezando a “ganar”.
El timbre que anunciaba el fin del día de clases sonaba estrepitosamente y todo el salón se lanzaba hacia la puerta queriendo salir lo más rápido posible. Yo, sentado en mi carpeta me demoraba adrede en guardar algunas de mis cosas en el locker y otras en la desvencijada mochila. Cuando el salón quedaba casi desierto salía sin apuros evitando encontrarme con la mariposa y su amigo cosa que eventualmente no sucedía. Me los cruzaba en el patio, tal y como lo hiciera al final del receso, riendo a carcajadas y cuando ella advertía mi presencia se despedía rauda de el mientras yo me acercaba sin opción alguna.
-Amor, te juro que estas tres horas se me han hecho eternas, hay que arreglar las cosas, sabes que no me gusta estar así contigo- decía mientras acercaba su rostro al mio.
Yo escuchaba sin escuchar, callado, mirando el pasar de los carros tras ella. Ella me beso, no me inmute, solo moví los labios tratando de disimular mi incomodidad. En realidad ardía por dentro, me reprimía las ganas de reprocharle su cinismo. Me abrazo y me beso aun con mas fuerza, sentí su vientre y sus senos contra mi pecho, recordé a las serpientes de Nacional Geographic enroscándose en sus presas casi asfixiándolas para luego inyectarles su ponzoña mortal. Ella pareció notar mi rechazo pues desvió el rostro y haciéndome adiós con la mano empezó a caminar hacia la camioneta que la esperaba para llevarla a su casa. Fue entonces cuando la cogi de las caderas y la bese con toda la fuerza que pude canalizar en mis labios húmedos, la sentí reír entre dientes no se si en señal de triunfo, placer o alivio. Su lengua recorría mi cavidad bucal y mis dientes mordían sus labios. Cuando la sentí satisfecha separe mi rostro del suyo y la mire fijamente a los ojos.
Muchas veces me han dicho que tengo una mirada profunda. También he escuchado la idea de que los ojos son el espejo del alma de uno. Pues si ello es cierto lo comprobé muchas de esas veces. El beso que le di reflejaba la ira reprimida y que me negaba expresar en palabras. Mi mirada lo decía todo. Percibí miedo en sus ojos, la sentí temblar cuando se despidió de mí. Camine la ruta a casa pensando en el tiempo que ya había estado con ella. Recordé el primer beso, la primera salida, sus cartas llenas de melosa cursilería y las tardes en su casa. Recordé sus celos absurdos y los míos, los momentos de intimidad y las rochosas peleas ante la vista de todo el colegio. Recordé aquel tiempo con algo de soledad.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Delirio (parte 1)


Exhaló de nuevo, esta vez cerrando los ojos, tratando de apaciguar el frenético ritmo de los latidos de su corazón. Sin embargo, sintió como la bestia volvía a arremeter; esta vez con más fuerza. Empezó a temblar, la mirada fija en el techo; un sudor frío recorría cada centímetro de su cuerpo, humedeciendo también el amasijo de sabanas que cubrían el catre. Permanecía ahí, inmóvil y boca arriba los ojos abiertos hacia algún punto indefinido pero fijo en esa selva de luces eternas que era el cielo. Había perdido ya la noción del tiempo aunque suponía que ya debía de haber pasado algo más de cuatro horas desde la primera lucha. Sus ojos ya se habían adaptado a la oscuridad total del dormitorio, veía negro por todos lados. Solo el tenue reflejo de un rayo lunar que se colaba por su ventana reflejando un rectángulo diagonal justo donde su cabeza reposaba inerte sobre la cama, también bañada por un costado por aquel flujo plateado, le hacia notar la palidez extrema y casi sepulcral de su piel. Cerró los ojos de nuevo y volvió a inhalar, sintió el aire llenándole los pulmones de nuevo pero no pudo prevenir el jalón vertiginoso del que fue presa. Se sintió caer, pero hacia arriba, sintió la sangre hirviente quemándole el sistema circulatorio, oyó el rugido de la bestia y supo que estaba por comenzar. Trato de serenarse, de volver a inhalar pero ya estaba posesionándose de sus sentidos. Su voluntad de calma se vio desplazada por el instinto feroz y la arremetida colosal del animal por muchos años prisionero.
Cuando abrió los ojos tuvo que hacer un gran esfuerzo por adaptar sus ojos al brillo solar que le había empezado a abrasar la piel. Se paro y solo en ese momento se percato que no tenía nada encima. Desnudo y cegado aun por el disco eterno de arriba tampoco noto la espesa vegetación a su alrededor. Se paro tanteando con las manos algún posible lugar donde aferrarse; camino a tientas, tropezando inconcientemente pues la ceguera del despertar aun no se había disipado del todo. Solo cuando noto la humedad de la arena bajo sus pies supo que estaba a la orilla de un manantial. Ansioso sumergió sus manos en el agua de espejo y se lavo la cara y todo el cuerpo; bebió casi ahogándose y cayó dormido de nuevo.

lunes, 20 de octubre de 2008

Betrayal butterfly (parte 9)


“Me enamoré no perdida, sino perdedoramente…”

Raúl Mendizábal


La mariposa se despidió de mí con un largo beso en los labios. Eran las 7 de la noche del sábado nueve de diciembre del 2006, habíamos “celebrado” nuestro primer y último aniversario un día antes de la fecha oficial debido a que el lunes comenzaban los exámenes finales del colegio. Las calles estaban llenas de melosas parejas que pululaban alrededor del Parque de la Amistad, como si no hubiera otra cosa más productiva que hacer en una virginal y fresca noche sabatina.

Quería que la acompañase a una fiesta de quince años que se celebraba ese mismo día, pero me negué puesto que no conocía a la agasajada y, además, por unas ganas increíbles de dormir que habían aparecido de un momento a otro. Ese fue (y perdón por el cliché) el principio del fin de nuestra infructuosa relación, pues allí conocería a Mister G (así denominaremos al serrucho, el otro, etc.), quien junto con la belle damme sans merci, serian los encargados de joderme el último año en el colegio.

A veces pienso que si hubiera dejado de lado mi usual desgano y hubiera aceptado la invitación, hubiese podido evitar que se conocieran y, ergo, que mi catástrofe emocional nunca llegara. Sin embargo, pareciera ser que de una u otra forma dicho encuentro, asistiera o no a la fiesta, tendría que pasar alguna vez; puesto que al publicarse las listas de los salones de quinto de secundaria la ingrata fiera, en el primer recreo del primer día de clases, me comentaría emocionada acerca del reencuentro con el indeseable número dos.

- ¡No sabes con quien me encontré hoy ¡ ¿te acuerdas del chico que conocí en el quino al que no fuiste? ¡Esta en mi salón ¡Es tan chistoso, ni te imaginas como me río con él, es tan lindo... ¡ - exclamaba, mientras yo escuchaba indiferente, abstraído en la alharaca causada por un grupo de chicas de un grado menor quienes jugaban a echarse agua unas a otras como modo efectivo de llamar la atención de los chicos que transitaban por ahí, especialmente de los de la promoción.

En ese momento no mostré síntoma alguno de celos. A pesar de tener sobradas razones para reclamarle su falta de tacto al hablar de su “maravilloso nuevo mejor amigo”, me callé, como todo un hueverto , mis ganas de poner las cosas en orden; cosa que tampoco hice meses atrás, durante las vacaciones de verano, cuando en la academia donde mis papás me matricularon en contra de mi voluntad (para que, según ellos, invirtiera mi tiempo en algo valioso) conocí a una chica por la que la mariposa traicionera hizo la escena de celos más grande que puedan imaginar.

Resulta que en una ocasión que salimos de clases un poco más tarde de lo usual ella me pidió que la acompañase a la casa de una amiga suya pues ya era bastante tarde (alrededor de las 9 de la noche, sin mal no recuerdo) y le atemorizaba un poco transitar a esas horas por esas solitarias calles. Yo, como el caballero que soy, acepté gustoso pues la casa de la chica estaba en una ruta alternativa a la mía. Conversamos de cosas fútiles, riéndonos por tonterías y luego de unos minutos ella se despedía de mí con un beso en la mejilla, haciéndome adiós con una de sus manos.

Unos días después, apenas la sentí del otro lado de la línea cuando la llame para saber como estaba, supe que una furia inconmensurable, un huracán de hembra cegada por los celos estaba a punto de explotar. Ella gritaba y gritaba emitiendo berridos de animal salvaje, frases ininteligibles entre las que pude entender “¿me crees idiota?”, “¿quién es esa?”, “me has decepcionado”, etc; hasta que al final, antes de cortar la comunicación sin dejarme decir ni una palabra en defensa propia, en un de un acto de cobardía memorable dijo: “esto se acabo, no me llames más, no quiero saber nada de ti.”

Me dejo helado. No pude hacer otra cosa que esperar a que los ánimos se calmen hasta que luego de media hora de angustiosa espera me decidí a llamarla de nuevo, arriesgándome a otra rabieta de hembra furibunda. Su celular estaba apagado así que llame a su casa. Levantó el auricular y corto. Trate otra vez, contesto y con voz todo el rencor que podía conjurar en una sola frase me mando bien lejos. Hice un último intento y logré que aceptara un encuentro conmigo, en su casa.

Cuando me abrió la puerta sentí inmediatamente el ambiente hostil a mí alrededor. Nos sentamos en los cómodos sillones verdes quedando uno frente al otro. Entonces empecé con mi convincente argumentación, explicándole que había pasado y que no era cierto acerca de los chismes que se tejían en torno mio. Ella se hacia la de oídos sordos, se negaba a considerar mi palabra antes que la de los demás, insistí de nuevo revalidando todo lo que había estado diciendo acerca de la confianza, comunicación y demás babosadas a las que recurre todo huevón que ha perdido la cabeza por amor.

Tras muchos intentos que me condujeron casi al vergonzoso ruego de rodillas y un súbito arranque de ira que me llevo casi a largarme de su casa jurando nunca volver y cerrarle la puerta en la cara ella descuido sus defensas. Me abrazo y luego de la estupida excusa de siempre (“perdóname, es que tengo miedo de perderte”) se recostó en mi regazo mientras yo sentía como mi pulso volvía a su ritmo habitual.

¿Debo agradecerle a Mister G que me haya librado de la inaguantable presencia de la mariposa traicionera? Quizá haya sido lo mejor después de todo, quizá su llegada fue el inicio de mi redención; una redención que, en palabras de Winston Churchill, costo sangre, sudor y lagrimas. Pero fue también que, por obra y gracia de ellos mi último año en el colegio, ese al que todos recuerdan con especial cariño y nostalgia fue para mi el peor de todos los de mi corta vida reciente. Si de algo me arrepiento, casi once meses después de haber egresado del Ramírez Barinaga, es de no haber compartido esos momentos con aquellas personas verdaderamente importantes para mí. Mis amigos estuvieron ahí todo el tiempo, pero yo cegado (o idiotizado por eso que muchos llaman “amor”), no les di el tiempo necesario; por querer evitar lo inevitable termine por estar más solo que antes.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Corazon delator (no es el cuento de Allan Poe)


"Ella parece sospechar, parece descubrir que aquel amor es como un oceano de fuego.."
Soda Stereo


La habia estado observando desde hacia un buen rato. Estaba preciosa aun si el usual maquillaje en sus rosadas mejillas. Su cuerpo se movia siguiendo el cadencioso ritmo de la orquesta en el escenario. Un halito de apacible soledad rodeaba su esbelta figura dotandola de una candidez que el nunca antes habia percibido en ella. Alrededor, las parejas parecian estar enfrascadasen una feroz y gracil competencia de pasos coreograficos: inverosimiles volteretas, pasos en sesi octavos , todo acompañado siempre con lo s coqueteos y las sonrisas de oreja a oreja. Todo habia sido tan extraño y repentino que ni el mismo comrpendio cuando habia emepzado a enamorarse de ella.
Al parecer ella noto las insistentes y continuas miradas del timido muchacho solitario pues en una de las volteretas que hizo con su ocasional pareja de baile se fijo en el y esa sola mirada basto para crear en ellos una dulce complicidad que el no habia sentido desde hacia mucho tiempo, cuando creyo enamorarse de verdad. Pero sintio miedo, miedo de quererla locamente, de bajar las defensas que habia jurado no volver a descuidar jamas, de romper sus votos de soledad perpetua que habia mantenido durante 18 años de vida y que habian sido violados tontamente una fria noche de diciembre, hacia dos años atras.
Cuando pudo desviar por fin la mirada le pregunto a la chica del costado si queria bailar con el, tal vez con eso podria despejarse y quitarse su imagen de la cabeza por un momento. Es asi que entro en la feroz competencia coreografica y se esforzo por seguir el ritmo tal y como los demas lo hacian pero lo unico que logro fue dar torpes pasos en torno a su eje mientras su pareja , notablemente aburrida trataba de animarlo guiandolo con moviemientos que lo nucna habria imaginado posibles. Cuando hubo cesado la musica huyo unos metros atras, aterorizado por el suave latigo y la premonicion que habian empezado a emeger de un recondito y aparentemente olvidado sector de su alma.
Sintio el vertigo de estar al borde del precipicio de nuevo, de la locura que habia logrado controlar con exito luego de la catastrofe que lo habia matado por dentor y de la cual todavia conservaba las cicatrices en carne viva. El cuerpo le temblaba, puso la mano derecha en su pecho y sintio el dulce palpito del corazon delator que parecia un animal en desenfrenado crecimiento. Busco desesperadamente entre los bolsillos de su casaca y encontro un cigarrillo medio gastado que apresuro a prender con el encendedor de un noctambulo vendedor que pasab por detras, enhalo con todas sus fuerzas y el humo le cubrio la cara y los negros cabellos.
La musica habia empezado a sonar de nuevo y las parejas reanudaron las coreografias, ella estaba aturdida y solitaria entre la multitud, el la volvio a mirar y conservaba el casi entero cigarro en su mano izquierda. Ella volteo de nuevo y lo miro con impaciencia, el bajo los ojos y llevandose el cigarrillo a la boca, dio media vuelta para no volver jamas.




miércoles, 17 de septiembre de 2008

Crecer es un oficio triste.../ (Chapter the first)




“Es difícil contar la vida, no hay como empezar, pero una huella en el alma es un buen punto de partida, una voz que ya no escuchas, unas voz que ya se fue...”
Pedro Suárez Vertiz

Hoy cumplo 18 años de vida y contrariamente a lo que muchos piensan, esto no me causa el menor entusiasmo. No estoy con ganas de juerguear toda la noche y terminar ebrio, oliendo a alcohol y a humo de cigarro. Lo que siento en este momento son unas ganas inmensas de bajar a la playa y contemplar el mar. Un mar gris que refleja mi propia soledad, un mar que acentúa mi resaca de pura y sana nostalgia. Es extraño lo difícil que me resulta concentrarme en este post; pareciera que mi mente se encontrara bloqueada por tantos recuerdos que, uno detrás de otro, empiezan a aparecer ante mis ojos formando una aparente película de mi vida.

Hoy me dio por abrir todos los cajones de mi cuarto y buscar con insólito frenesí, todas las fotografías que registraran instantes congelados de mi vida. Y me vi, primero con un sastre blanquísimo, zapatitos del mismo color, corona de rey sobre mi cabeza y corbatita “michi” del mismo color aturdido entre una gran multitud y sobre los brazos de mi orgullosa madre quien esbozaba una linda sonrisa de oreja a oreja. Sobre una mesa observe un apoteósico festín lleno de todo tipo de bocaditos y en el centro, una inmensa torta con adornos comestibles de los Picapiedras. Era la fiesta por mi primer año de vida, ahora lo recuerdo bien, recuerdo sonrisas a mí alrededor, el pegajoso ritmo de la “sopa de caracol”, la gente que se me acercaba a decirme “oh que lindo que estas” y a jalarme los cachetes. Recuerdo aun con más nostalgia a mis abuelos chochos con el mayor de sus nietos en brazos y a mis risueñas tías haciendo toda clase de graciosas muecas habidas y por haber con tal de mantenerme sereno. Todo era tan feliz, tan fácil que no me imaginaba la vida diferente.

Cuando era niño mis días se iban con mi paciente abuelo tratando de enseñarme a montar bicicleta para luego ser premiado (aun sin haber realizado el más mínimo esfuerzo) con un inmenso pie de manzana y mi coca cola personal en la bodega de la esquina. Al llegar a casa, mi hermana y yo corríamos a la cocina a saludar a mi abuelita con un sonoro beso en la mejilla y luego nos dirigíamos raudos al dormitorio donde mi abuelo ya había sintonizado Tom y Jerry, los dos nos aventábamos a la cama y nos recostábamos en su regazo, sintiendo sus grandes brazos y su potente respiración de orgulloso paisano arequipeño los cuales contrastaban con su carácter alegre, acogedor campechano y “engreidor” como ninguno.

Mis abuelos Máximo y Esperanza fueron las figuras con mas presencia en mi niñez, quizá por eso me duela tanto recordar los últimos años que lo tuve (a él) conmigo. Me aleje demasiado, se acabaron las idas y venidas al parque, los domingos en Pachacamac y el juego del gavilán pues cuando se hubo ido ya era demasiado tarde para decirle el “te quiero” que le debía desde hacia mucho tiempo. La calurosa tarde de marzo en la que me entere que había fallecido lloré como nunca lo había hecho. Ni el fuerte abrazo de mi padre logro menguar la terrible frustración y el rencor que sentía contra mi mismo. Confieso que estuve a punto de destrozar todo lo que encontré en mi cuarto pues sentía que el dolor me desgarraba por dentro. Cuando llegue al velorio y vi los rostros desencajados de mis tías, mi tío, mi madre y mi abuelita no pude evitar quebrarme yo también. Esa tarde no tuve el valor de acercarme al ataúd y mirarlo fijamente. Sentí un vértigo increíble cuando me sacaron de mi rincón solitario para verlo por última vez antes que se llevaran el ataúd camino al cementerio. Lo mire y el rencor interno del día anterior volvió a aflorar, lloré con rabia y escuché los lamentos de mi abuelita a mi costado. Toqué su mejilla y lloré aún más, sus pómulos eran ahora débiles y fríos, su sonrisa acogedora se había ido para siempre.

martes, 16 de septiembre de 2008

11 - s: ¿Una pesadilla pasajera?



Recuerdo que no me enteré hasta que vi las noticias en la noche. Estaba sentado en la mesa con mi hermana y mi madre cenando cuando apareció Bush dando un mensaje que entre otras cosas decía “no distinguiré entre terroristas que cometieron estos actos y quienes los amparan”.La escena cambió y a continuación fui un tardío testigo de los horrores que habían acontecido aquel día, mientras yo la pasaba de las mil maravillas en el colegio. Un Boeing 767 de la línea American Airlines impactaba contra la torre norte del World Trade Center para que minutos después, en medio del terror y la histeria colectiva viendo como varias personas agonizaban pidiendo ayuda desde lo alto del edificio, otro avión, de la empresa United Airlines, chocara contra la torre sur. Más gritos, personas saltando de ambas torres cayendo destrozadas entre el humo y otros cadáveres.
El mundo, es cierto, no volvió a ser el mismo luego de ese día. Las 2571 victimas, sin contar a los 19 enfermos fanáticos terroristas, fueron homenajeadas el pasado 11 de septiembre en el Zucotti Park, un lugar adyacente a la Zona Cero. Sin embargo, ¿quién les quita la frustración a esas familias que perdieron a su gente querida de una forma tan falta de sentido? El sociólogo Inmanuel Wallerstein a pocos días del 11 – s del 2001 escribió: “quizá esté ocurriendo que esta guerra no se gane ni se pierda, sino que, simplemente, prosiga”.
Luego del atentado Estados Unidos lanzó un ultimátum a los países talibanes, amenazándolos con una intervención militar sin contemplaciones con el argumento de que los segundos poseían suficiente ADM (armas de destrucción masiva) como para ocasionar una catástrofe global. Es así que, de la mano de George W. Bush, se inició una guerra sin sentido, que siete años después sigue con el mismo rechazo popular (incluyendo a los mismos norteamericanos) sin precedente histórico. EE.UU. nunca encontró el supuesto armamento que decía haber detectado. Noam Chomsky en su libro Hegemonía o supervivencia nos cuenta los procedimientos seguidos por la administración Bush en ese momento, los cuales, paradójicamente, los fueron convirtiendo en la mayor amenaza global, incluso para ellos mismos.
Chomsky, entre muchas otras cosas señala que, organizaciones de ayuda con amplia experiencia en Irak y estudios de respetadas organizaciones médicas advirtieron que la invasión proyectada podría precipitar una catástrofe humanitaria. Washington ignoró las advertencias que poco interés despertaron en los medios. En septiembre del 2002 se proclamó la Estrategia de Seguridad Nacional, donde se afirma el derecho de los Estados Unidos de América a recurrir a la fuerza para eliminar cualquier desafío que se perciba contra su hegemonía mundial, la cual ha de ser permanente. En el año 2003 el gobierno de Bush bloqueó los esfuerzos de la ONU para prohibir la militarización del espacio, lo cual constituye una seria amenaza a la supervivencia.
En resumen, la administración Bush se autoproclamo la salvadora del mundo, el mesías esperado por todos que acabaría con la maldad encarnada en Saddam Hussein y Osama Bin – Laden. Sin embargo, en lo que se convirtió Bush fue en una versión actualizada de Maximilian Robespierre, el líder jacobino de la Revolución Francesa quien luego de luchar por los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad”, termino por volverse en un déspota y sanguinario dictador quien instituyo un régimen del terror basado en la violenta represión y persecución de sus enemigos y quienes amenazaran su autoridad.
El 11 – s para muchos marco un antes y un después en la historia del mundo. Siete años después el mundo esta dividido e inmerso en la paranoia de otro atentado. La pseudo guerra santa impulsada por George W. Bush sigue con la misma falta de sentido con la que empezó. Ni la ejecución de Saddam Hussein ni las muertes de miles de niños, mujeres y ancianos en el medio oriente han podido sosegar el dolor de los familiares de las victimas. Siete años después pareciera que EE.UU. se esta volviendo tan peligroso como los enfermos terroristas de Al - Qaeda. Siete años después la pesadilla no ha terminado y la herida, aun sangrante, no empieza a cicatrizar.

martes, 9 de septiembre de 2008

Costa Jones y el retorno de Inkarri / Prologo (parte 1 )


Nazca 1985

El mar tenía a esas horas, un aspecto tenebroso e insondable, débilmente iluminado por el tenue resplandor plateado de la luna que parecía marcar una suerte de camino luminoso a lo largo del océano hacia la playa adyacente a las pampas de Nazca, una especie de ruta marcada por los dioses. Esa era la última noche de la acampada de estudio del curso de historia y para su mala suerte le habían asignado el puesto de imaginaria precisamente a él. El joven agazapado bajo un gran bulto de mantas con motivos andinos, aunque muy abrigado, no podía evitar sentir como la intensidad de la gélida ventisca costeña se calaba hasta sus huesos, congelándole casi los pulmones.

Estoy fregao – musitó entre dientes- si no muero congelado quizá me ahogue por la rapidez con la que está subiendo la marea. No se como hizo esa señora Reiche para pasar casi toda su vida en un lugar tan desolado como este.

Mientras pensaba en cuán eficientes podrían ser los efectos de la criogenización el joven buscó entre los restos de la casi ya extinta fogata la botella de pisco puro que horas antes su profesor, un senil catedrático que a penas y podía mojarse los pies en la playa, había sacado con el fin de enfrentar en cierta forma el sobrecogedor frío de la zona.

Miguel Costa no tenía más de 17 años, pero ya poseía una barba de cuatro días, una enredada melena negra y un gran talento, casi innato, para meterse en problemas. Y esos problemas se debían quizá a la debilidad que sentía hacia los viajes, la historia y los tesoros exóticos. Su primer ciclo en la Universidad Católica ya estaba llegando a su fin, y con este las ansias de Miguel de viajar a España volvían a aflorar como todos los años. En cierta forma sentía una “tácita obligación moral”, un deseo casi frenético de estar en el país ibérico que inculcaría con singular ímpetu en sus alumnos del curso de Historia del Perú: formación hasta el siglo XVIII, unos 23 años después. No por gusto quería hacerse historiador.
La radio portátil empezaba a emitir los primeros acordes de una canción de Jimmy Hendrix, cuando Miguel, botella en mano, noto una extraña luz en el lugar en el que habían que precisamente habían estado estudiando durante la visita. Era una luz, que aunque tenue, poseía ese fulgor propio de las que anteceden a grandes descubrimientos. El muchacho entonces hizo precisamente lo que haría cualquier melenudo temerario y algo pasado en tragos hubiera podido hacer: tomo la antorcha y con el grueso poncho de lana de alpaca cubriéndolo casi completamente, se dirigió hacía el lugar donde brillaba la luz tropezando a menudo con los equipajes de sus compañeros y uno que otro cangrejo noctámbulo que rondaba por la zona.
La waq’a poseía esa imponencia de las construcciones destinadas a la gloria ad posterium. Los monumentales muros que custodiaban el interior del santuario se encontraban rodeados de una flora inverosímil la cual los dotaba de un aspecto mucho más tenebroso. A los lados crecían frondosos lúcumos cuyos jugosos y apetitosos frutos estaban esperando a ser ingeridos por los casuales visitantes. El muchacho ya estaba acostumbrado a ese tipo de lugares pues había pasado gran parte de su infancia visitando sitios arqueológicos a lo largo del país descubriendo el misticismo de un pasado legendario. Estas idas y venidas le habían dado algunas vagas nociones de quechua, la lengua de los hombres, y aunque no lo hablaba fluidamente poseía los conocimientos necesarios como para realizar su trabajo a cabalidad.
Cuando hubo llegado al umbral de la entrada principal del templo no pudo evitar percibir ciertos ruidos cercanos a la cámara principal del recinto. Eran ruidos de metal golpeando la tierra seguidos por el claro sonido de las agitadas respiraciones de tres personas en conjunto. Trepó un muro y asomándose hacia la cámara principal divisó, efectivamente, a tres hombres notablemente cansados, excavando en un pozo de una profundidad considerable. Eran claramente nativos de la zona, pues poseían la recia contextura en sus cuerpos y la innegable aura solitaria que rodea al común denominador de los hombres de este país. Sin embargo, no fueron las fornidas apariencias de los trabajadores lo que llamó la atención de Miguel, fue el hombre de sombrero, casaca de cuero y látigo atado a la cintura que supervisaba la excavación, el que, con su gigantesca sombra proyectaba sobre un muro, el que hizo que su pulso se acelerara.
¿Quién demonios es ese tipo? – Se preguntó hacia sus adentros – Esa apariencia no se ve desde hace casi cuarenta años.