martes, 7 de abril de 2009

La medianoche del nacional: Iron Maiden en Lima (Parte 1)



"Wherever yo are, Iron Maiden's gonna get you. No matter how far."
Bruce Dickinson

Cuando recibí la invitación vía facebook para el concierto de Iron Maiden, no se me por la cabeza ni la más remota idea de asistir. En realidad nunca había escuchado heavy metal, o si lo había hecho solo atinaba a prestar atención a los primeros segundos del tema para luego cambiarlo por uno de mi propia selección musical. Quizá por ello me mostré tan escéptico cuando Jorge Ricaldi, un amigo del colegio, me buscó en uno de los huecos de la universidad para animarme a ir al “show más alucinante en la historia de la humanidad”, un show imperdible ya seas fanático o no porque ver a la Dama de Hierro es algo así como una once- in- a- lifetime ocassion.
No supe que responder en ese momento. Planeé negarme pero lo noté tan insistente que no me quedó de otra que barajarla y atinar a un escueto “voy a pensarlo”. Más tarde recibí una llamada de él. Otra vez la misma pregunta y yo me quedé mudo por un rato. Sabía lo que tenía que decir pero por alguna extraña razón había estado averiguando más sobre el grupo en cuestión. Más allá de lo que Jorge me hizo escuchar por medio de su celular, logré indagar sobre algo los inicios de la banda, el estilo especialmente particular que poseen y sobre todo por qué tienen, a pesar de ser una banda relativamente longeva, seguidores que, como más tarde lo comprobaría, darían la vida por ellos. Mi respuesta, está de más decirlo, fue afirmativa. El, entusiasmado por haber logrado convencerme, me dijo que me buscaría al día siguiente en la universidad a eso de las doce del día para comprar las entradas y dirigirnos, con premura, al Estadio Nacional, sede del gran acontecimiento metalero.
Eran casi la una de la tarde del jueves 26 de marzo, cuando Jorge empezó a llamarme insistentemente al celular. El tontódromo de la Universidad Católica rebosaba de gente eufórica y polos negros con la imagen de Eddie, la mascota maidenesca, en clara actitud desafiante. Encontré a Jorge entre la oficina de asociación de graduados y el cafetal junto a la librería PUCP. Un alegre pasacalle apareció desfilando junto al comedor de Letras mientras nosotros nos dirigimos a la puerta principal, con dirección al Plaza Vea ubicado en la avenida La Marina. Compramos dos entradas en tribuna. Cada una con un valor de veintinueve soles, baratísimo para un concierto de tamaña popularidad. Quedamos en ir a nuestras respectivas casas para almorzar y vestirnos para la ocasión. Lo último fue quizá el primer gran reto que me tocó afrontar.
Estaba claro que mi aspecto podía ser todo menos el de un metalero. Mis rulos, aunque alborotados, contrastaban con las largas, enredadas y lacias cabelleras de los individuos de mirada dura y algo sombría. Los dos únicos polos negros que tengo estaban, precisamente esa semana, en lo más hondo del cesto de la ropa sucia. No tenía opción. Extraje uno de ellos entre un amasijo de medias y demás prendas sudorosas y me lo puse resignado junto con un par de blue jeans medio gastados. Busqué en mi armario un par de zapatillas que pasaran encaletadas entre las botas de construcción tan típicamente hardcore y salí de mi casa con la entrada, mis llaves y treinta soles en el bolsillo.
Llegamos al estadio a eso de las cinco de la tarde. Durante todo el trayecto el celular de mi amigo no cesaba de reproducir, una tras otra y en secuencia interminable todas y cada una de las canciones del grupo de Bruce Dickinson y compañía. Los alrededores del Estadio Nacional estaban repletos de de gente con polos negros, cajas de cerveza y olor a cigarro Hamilton. A lo lejos logré interceptar dos de las numerosas carpas pertenecientes a los numerosos fanáticos que habían pernoctado en el lugar con el fin de conseguir las mejores ubicaciones para el acontecimiento de sus vidas. Caminamos unas cuadras en dirección a la entrada de la tribuna norte. Oí una voz de mujer y volteé. Una señora de unos cuarenta y cinco años con el polo negro de rigor, una lata de cerveza Cristal en la mano derecha y un pucho a medio terminar en la otra, rodeada por tres personas más con las mismas características llamaba a un sujeto que no logré divisar pero al escuchar la frase “A los años, ¿dónde está tu polo?” y mientras abría los brazos fofos en señal de recibimiento supe que en ese momento acontecía lo que parecía ser un raro y entrañable reencuentro de promoción.
Caminamos unos metros más. Una señora de tez oscura y vientre muy pronunciado pregonaba “tengo entradas a rrun tu da jils, y a tu minuts tu midnaijt” mientras vendía mentitas y cigarros al mismo tiempo. Las infaltables reventas antes del concierto eran tan típicamente peruanas que solo se me ocurrió sonreír sin motivo alguno. Jorge quería comprar un polo. A tres metros nuestros un chico alto, espigado, pelucón, despeinado y notoriamente metalero ofrecía su mercancía a viva voz. Decidí comprar un polo yo también. Quizá a si podría pasar encaletado entre tanto atolondrado y hardcore fan enamorado. Le pagamos treinta soles por los dos polos y el nos devolvió el cambio agradecido, mientras comentaba que ya podría empezar a buscar una entrada y entrar al estadio lo más pronto posible. Extendí la prenda ante mis ojos para examinarla en su totalidad. El pecho mostraba las palabras IRON MAIDEN en llamativo escarlata y bajo ellas, un cráneo con casco militar parecía flotar sobre dos metralletas blancas con fondo salpicado de sangre roja a borbotones y con la consigna “A matter of life and death” como atractivo secundario; mientras que atrás rezaba “Somewhere back in time (el nombre de la gira, al parecer), 26 de marzo del 2009. Lima – Perú”. Jorge se saco el polo que llevaba puesto y se cambio rápidamente en plena calle. Yo conserve mi prenda en la mano mientras pasábamos los primeros chequeos de seguridad del Estadio, y pensé en la frase impresa “Un asunto de vida o muerte” mientras subía las escaleras de la Tribuna, aún temblando de miedo por la locura que estaba a punto de cometer.

Geminis


El revólver parecía a punto de resbalarse entre sus dedos llenos de sudor y sangre humana fresca de la última víctima que acababa de cobrar. Ladeó la esquina sin bajar el arma, se secó el sudor de la frente con una de las mangas de su camisa a cuadros y siguió caminando hacia la puerta entreabierta que distinguió entre la oscuridad total del lugar. Su corazón latía como una bestia tratando de zafarse de la prisión interna planeando una embestida asesina. Llego a la puerta, respiró hondo y la abrió mientras las bisagras chirriaban delatando la gran cantidad de óxido y decrepitud de la casa adobada, perdida en lo más remoto de los silenciosos cerros huamanginos.
Entró. La madera bajo sus pies pareció crujir emitiendo un ruido seco y lúgubre. El aire olía a decrepitud y montaña y el viento azotaba las cortinas de trapo blanco contra la pared de adobe manchada de suciedad doméstica. El cuarto estaba vacío. Solo unas hilachas de paja de establo flotaban en el aire por el vendaval procedente de la chacra contigua. El arma temblaba incesante entre sus manos empapadas de sudor frio. Avanzó. Una sombra se erguía de espaldas ante él, pero esta sombra le resultaba curiosamente familiar. Era el mismo porte, la misma camisa, el mismo cabello y el mismo fétido olor rojo muerte en la ropa. Vaciló y detuvo su marcha. Bajó el arma y habló, aunque sabía de antemano la respuesta de la sombra, así como esta sabía lo que el coronel Roberto Araujo habría de preguntar. A pesar de su pobre manejo del quechua, levantó el arma y con la típica voz propia acorde a su ostentoso cargo policial gritó.
- ¿Imataq sutiyki?
La figura del hombre frente a él no se inmutó. Seguía de espaldas como si no hubiese escuchado absolutamente nada. - ¿Imataq sutiyki?. El coronel se empezaba a impacientar. Nunca nadie había ignorado una increpación suya, siempre fue tan apreciado, tan tomado en cuenta, tan admirado por sus subalternos que no necesitaba terminar de dictar la orden para que su gente la cumpliera a cabalidad y en el menor tiempo posible. -¿Imataq sutiykikiiii? Se sentía ridículo gritándole a la espalda del sujeto frente a él. No lo toleraría más, al coronel Roberto Araujo nadie lo ignora y menos un pobre civil que osaba vestirse idénticamente a él. Bajó el arma de nuevo y con la ira saliéndole por los poros se acercó, tomó el hombro izquierdo del sujeto y lo samaqueó mientras descargaba la ira e impaciencia acumulada durante días y horas pasadas. – Escúchame bien huevón. Conmigo nadie se hace el loco y menos un indio malnacido como t…
Soy Roberto Araujo. Soy tú y tú eres yo, coronel. – La sombra había volteado y ahora lo miraba directamente a los ojos. Un suave halo de luz lunar lo bañaba en medio cuerpo, mientras la otra parte permanecía aún en la oscuridad. El coronel calló por un momento. Se miraba a si mismo frente a él y sin embargo estaba seguro que no era él a quien veía. Era imposible que se viera y escuchara. – Debe ser producto de alguna hechicería de estos campesinos de mierda. Tú no existes, yo soy el único que está aquí. Tú no eres real, tú no eres más que un producto de mi imaginación. Este maldito pueblo me está volviendo loco. –
Yo soy tan real como tú. Yo también asesiné a esa gente. Yo vi cuando lo hicimos y disfruté sus gritos mientras los descuartizabas y colgabas sus restos en los postes de la plaza para que los perros se los coman, los gocé tanto como tú. Yo soy el coronel Roberto Araujo.
El coronel tambaleó y retrocediendo aterrorizado, tropezó con un costal de papas en medio del suelo polvoriento. A tientas buscó su arma, tenía que acabar con el sinvergüenza que tenía adelante. Era totalmente inadmisible que un civil osara a imitarlo, a querer suplantarlo. Un impostor no podía ser tolerado. Lo arrestaría ahí mismo, lo encerraría en la más mugrienta de las celdas y al día siguiente le daría una sanción ejemplar porque en su jurisdicción nadie se mofaba de él y quedaba bien librado tan fácilmente. Casi a tumbos, se levantó y estirando su torso al máximo, como queriendo recuperar su imagen autoritaria, se enfrentó a la sombra que decía ser él mismo.
Queda usted arrestado por faltar el respeto a la autoridad, no intente oponerse y agáchese con las manos sobre la cabeza. - Su voz sonaba falsamente segura. Sabía que había algo ahí que no cuadraba pero se negaba a aceptarlo. Ese hombre frente a él se le parecía tanto, pero no; no había posibilidad alguna para alguien tan porfiadamente poco supersticioso como él que lograra convencerlo que hablaba consigo mismo, o con algo tan pocamente etéreo que parecía de carne y hueso. El impostor lo escuchaba divertido mientras el coronel pensaba en destrozarle el cráneo a culatazos por la insistente insolencia del individuo. - ¿Aún no lo entiendes, Roberto? Tú mataste a esas personas. Tú eres el asesino que tan febrilmente han estado buscando tanto tú y tu tropel de buenos para nada. Siempre tuviste al asesino literalmente pisándote los talones. Tu ineptitud, tu excesiva confianza y la de otros depositada en tu trayectoria impecable, tu tino y responsabilidad para con el país te hizo creer que estabas libre de toda sospecha. Esos años sirviendo en el glorioso ejercito peruano bastaron para crearme y crecer en ti, un asesino en serie un enfermo mental sediento de sangre. Este eres tú. Este es el coronel Roberto Araujo, poseedor de la Medalla del Sol en Orden de Gran Cruz, el hombre que acabó con el régimen del Terror y que creó uno más cruel y despiadado. ¿Qué harás ahora? ¿Entregarte como un soldado fervoroso y fiel al servicio de la Patria o huir como el más vil de los terrucos que mataste tantos años atrás? Tienes dos opciones y poco tiempo para decidir. Tus oficiales están cerca y lo sabes. Llegarán en cualquier momento y quieras o no tendrás que confesar los crímenes. Un mártir, un héroe de la Patria cae, un bestia, un animal se levanta. Tú decides. Me dejas actuar a mí o huyes como un maricón montaña adentro, en medio de la nada para pasar de cazador a presa. ¿Tú sangre o la de ellos falso patriota?
El coronel Roberto Araujo, atónito, sentía resbalar lágrimas de ira profunda sobre sus recias mejillas de volcánico luchador. Toda una vida, todo su talento, todo el sudor y los años sacrificados por su país se habían ido a la mierda de un momento a otro. Pero aunque sabía que lo que le decía el otro coronel era verdad, se negó a dejarse vencer tan fácilmente. Así, con toda la ira que podía acumular en sus fornidos brazos se abalanzó sobre él. Rodaron por el suelo y forcejearon un buen rato. Los puñetes y las patadas se repartían por doquier. El coronel lloraba de resignación y vergüenza. Había traicionado a su tierra y para eso solo había una solución posible. La sabía muy bien. Era parte fundamental del código de honor espartano que había aprendido a medias hacía años sentado sobre dos pares de ladrillos y apoyado sobre una tablita de madera podrida, zapatos sucios por el polvo de la pichanga, carita sudorosa y chaposa, ojos de abogado soñador, bajo un precario techo de esteras que lo protegían parcialmente del inefable sol de marzo en las vastas y nostálgicas pampas ayacuchanas.