domingo, 16 de noviembre de 2008

Post mortem




“nada más dulce que el deseo en cadena...”
Gustavo Cerati


Debo admitir que luego de terminada mi trágica y primera historia de (des) amor con la mariposa traicionera, entre en una fase de avezada pendejería a la que jamás pensé llegar dadas mis conocidas “virtudes” de pavazo y bisoño en materias pasionales. Noche tras noche, salía sin rumbo hacia a algún lugar donde dar rienda suelta a mi febril instinto de animal recién liberado y aún dolido por los puñales de la traición femenina. Buscando a alguna vampiresa que compartiera mi creciente bestialidad, recorría la ciudad con las manos en los bolsillos, mirada altiva y gesto soberbio mientras daba pitadas al cigarrillo a medio terminar. Veía pasar, una tras otra, a las chicas de escotes generosos dejando de lado mi condenada timidez para voltear a verlas con el esmerado descaro de un macho que se respete y que haga valer su titulo entre tantos calzonudos impostores que abundan en esta brumosa Lima de furias reprimidas.
Me sentía poderoso. Uno tras otro, los pocos y fugaces pero intensos affaires que tuve en esos días me hicieron sacar lo peor de mí. Recuerdo todo, mi memoria fotográfica y mi rechazo a embriagarme en baños de cerveza en cantidades increíbles, me permitían seducirlas sin perder la lucidez. Claro que no todas caían con la misma facilidad de otras, había que esforzarse, sacar algunas veces al Raúl buena gente y lindo querido por todos para hacerlas caer en mis redes de licántropo ansioso de presas tiernas e inocentes. A pesar de comportarme como un verdadero pendejo nunca perdí mis dotes de renombrado caballero, se podría decir que fui un pendejo diplomático, uno de los últimos románticos, un poeta maldito siguiendo la línea de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. Nunca trate de propasarme con alguna de ellas. Todo se reducía a fogosos ósculos en la oscuridad de la noche, nada más. Ellas se despedían con la misma naturalidad con la que venían. Saciado momentáneamente mi instinto vampiresco desaparecía de nuevo a seguir buscando nuevas presas antes del arribo del alba veraniega. No había ni hay remordimiento alguno, es obvio que los muertos no sienten, yo era una sombra, un espíritu doliente y vengativo, un ser sediento de sangre virgen pretendiendo saldar deudas pendientes consigo mismo. Es cierto, morí una vez y ahora, tantos meses después de esa época de locura y desahogo no muestro arrepentimiento alguno, digamos que me tome la licencia de no ser yo mismo por un tiempo, de ser yo y otro, o ser yo jugando a ser otro y viceversa.
A veces, cuando recuerdo esas épocas de nosferatu adolescente no puedo evitar sonreírme, divertido por las cosas que hice y ya no puedo hacer. Mi timidez volvió y con ella, mi consabida incapacidad (o discapacidad) para el amor, legado infame de mi relación con la mariposa traicionera. Pero hay noches, en las que recostado en mi catre siento los caninos raspar mi lengua seca, me siento desdoblar y salir por la ventana, en un baño de luna y sombra, en busca de alguna princesa vampira dispuesta a compartir mi soledad.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Betrayal buttefly (parte 11)




“perdón por saber que tu vida
solo esta llena de falsedad e hipocresía”
Los pasteles verdes

El año se acababa. Uno tras otro, los meses pasaron casi sin darnos cuenta. Los profesores nos sacaban en cara lo poco que faltaba para el adiós definitivo, dejar el colegio y emprender un camino solos, un rumbo completamente diferente al de las personas con las que habíamos convivido durante esos fugaces once años. Pues en mi caso, de esos once años solo nueve de ellos son los que recuerdo con mayor añoranza y nostalgia ya que en los tres últimos me dedique a perder el tiempo (no hay otra forma de decirlo) en una historia de desamor que cual cruel huracán se encargo de devastar mi ya precaria geografía emocional (la muerte de mi abuelo materno en marzo del 2006 es algo de lo que nunca lograre reponerme).
La mariposa traicionera continuaba consolidando su relación con Mister G mientras yo iba asimilando la idea de una inminente Hiroshima emocional. Las continuas referencias que hacia de el estaban empezando a acabar con mi aparente inagotable paciencia. Reprimía mi ira ante las continuas insinuaciones de Mister G hacia la mariposa traicionera quizá queriendo no darles la oportunidad de verme afectado y vejado. Me comí mis ansias homicidas, mi instinto asesino, cuando el indeseable le llevo un ramo de rosas y una caja de chocolates por su cumpleaños y tuvo la conchudez de entregárselos justo en frente mio, mientras ella actuaba con total naturalidad. Me mordía la lengua cuando ella me comentaba entre cínicas risas que ella lo llamaba “muñecon” y él, “princesa”.
No, no les iba a dar el gusto de verme explotar, estaba decidido a comerme mi orgullo adolescente (herencia de mis antepasados arequipeños) para evitar protagonizar un escándalo en medio del patio central, matando a golpes al sinvergüenza hasta que ni siquiera el mejor cirujano plástico a nivel mundial pudiera arreglarle la masa de hueso, sangre y carne que tendría como cara. Mientras tanto desahogaba parte de mi ira con la mariposa traicionera, cuya manía de minimizar las cosas (Amor, es solo un buen amigo ¿Acaso nunca has tenido una persona que creas idéntica a ti? ¡Es que nos parecemos tanto¡), estaba empezando a sacarme de mis casillas. Las rochosas discusiones a vista de todo el colegio se hicieron tan comunes que ya nadie se preocupaba por saber por que se me veía largarme solo a otro lugar lejos de ella mientras ella iba corriendo donde sus amigas ( algunas alcahuetas consumadas) o a los brazos del sinvergüenza a buscar consuelo. Estaba claro que yo era, para parte de la promoción, la peor basura, el malo de la película. Sentía la hostilidad y los comentarios a mis espaldas, aunque agradecía encontrar a gente neutral o también, a personas dispuestas a escuchar los lamentos desesperados de un mentecato al borde de la locura.
Los meses pasaban, cada vez más rápido y los preparativos para la ceremonia de graduación y la fiesta de promoción se hacia cada vez mas acelerados. Las chicas vivan presas de la angustia mientras buscaban vestido y pareja. La ingrata fiera y yo, desde que comenzamos nuestra relación, habíamos quedado en asistir juntos al evento mas esperado del año. La proximidad de la celebración significo un freno en las discusiones rutinarias que cada vez eran más intensas. Las conversaciones pasaron a girar en torno al color de su vestido y al de mi camisa y corbata. Nunca entendí la excesiva preocupación femenina por esos detalles tan insignificantes, pues yo no tenía problema alguno de asistir con el terno, alguna camisa y corbata al azar que usaba en los tiempos de las ya lejanas fiestas de quince años. Pero tanto mi madre, mis tías y ella, enemigas de mi modo tan practico de ver las cosas, se empeñaron tanto en mi vestuario que no me quedo otra que ceder resignado a ser usado como maniquí de modas.
En los últimos meses del año muchos ya habíamos ingresado a alguna universidad, así que, como imaginaran, el pabellón de quinto de secundaria abundaba en cabezas rapadas, en el caso de los chicos, y mechones de largas cabelleras femeninas, pues ni ellas se salvaban. El fin estaba cerca y nosotros lo sabíamos, solo restaban semanas para egresar de las aulas del Ramírez Barinaga, algunos para no volver y otros, como yo, como visitantes casuales y nostálgicos de un lugar lleno de recuerdos. Las muestras de cariño se hicieron mas frecuentes entre los profesores, los recreos se hacían más cortos y la incertidumbre acompañaba los rostros de cada uno de nosotros. Lastima que no disfrute esos últimos días, la relación con la mariposa traicionera estaba llegando a límites inaguantables para cualquier ser humano.
Llegamos a terminar cerca de cuatro veces en dos meses, (todo un record, en verdad) para volver cada timbre de salida simulando un falso arrepentimiento que ni nosotros mismos llegábamos a creer. Empecé a fumar y a realizar caminatas sin rumbo deteniéndome solo cuando la noche parecía morir. A decir verdad, aun camino cuando se me presenta la oportunidad. Ver el mar de noche, sentir la brisa marina en la cara y respirar con todo el aire para uno solo, sin nadie alrededor que moleste es el mejor ejercicio para un corazón afligido y regocijado en la soledad absoluta. Llegue a bajar algunos kilos y empecé a desarrollar trastornos de sueño. A veces sufría de insomnio y me entretenía contando estrellas desde la ventana de mi cuarto, rodeado de oscuridad; mientras que otras veces dormía como un oso en hibernación. Me sentía desganado y me agotaba con facilidad. Tenía ojeras y andaba encorvado, deprimido y con la mirada en ningún lugar. Podría decirse que estaba propenso a desvanecerme en cualquier momento, a perder la conciencia en medio de la calle. Pero me preocupaba por que nadie lo notase, si algo adquirí en esos tiempos fue a controlar mis emociones. Quizá no con la facilidad con la que lo hago ahora, pero intente parecer sano y normal. Sentía que mi historia con la belle damme sans merci estaba por acabar y de una forma no muy agradable, sin embargo, parecía estar demasiado idiotizado, casi un ser dependiente bajo su sombra. Pero mi culpa era menor que mi estupidez, mi masoquismo era más fuerte que la lucidez y voluntad para librarme de su asfixiante nudo de víbora letal.
Sobreviví las últimas semanas como un fantasma entre la algarabía y el atareo en la promoción. Llego el día de la despedida y yo aun permanecía en ese estado de estupida estupefacción que se había prolongado casi cuatro meses. Como es de esperarse, el día anterior había peleado con la mariposa traicionera y por lo tanto, llegue a mi último día en el colegio con una cara de tragedia digna de un drama “sofocleano”. La vi riendo con Mister G, me dolió. Mis defensas contra su afán destructor habían mermado considerablemente. No la busque, fui directamente hacia mi salón, donde Kathy preparaba su cámara de video para registrar la despedida. No salude a nadie y me desplome en mi carpeta. Algunas personas se me acercaron, me dijeron algo y yo les respondí meneando la cabeza de arriba de abajo en señal de aceptación. Nos llamaron y salimos a los corredores. Separaron hombres de mujeres en dos aulas, seguí al grupo y estuve mirando a la nada por un buen rato hasta que un sonoro “crack” llamo mi atención. Dos chicos de la promoción habían roto una carpeta, mientras otros rayaban la pizarra y algún rincón en las paredes con plumones y tizas de colores. El armario retumbaba por dentro y unos segundos después sacaban a un divertido Juan Casanova que había sido forzado a entrar ahí (aunque “forzado” no es quizá el término adecuado) como ultima broma escolar. Ciertamente, me sentí tentado a unirme al jolgorio de despedida. Quería sacar mi lado vandálico también, para poder mantener mi mente ocupaba en otras cosas. No pude, mi apatía era total.
La voz del megáfono nos llamo a salir, bajamos las escaleras y nos dimos con la sorpresa de que todo secundaria y parte de primaria estaba en el patio dando vítores y aplausos mientras nos ubicaban. Llegamos al centro y nos hicieron pasar tomados de la mano con un niño de inicial para luego sentarnos en sillas adornadas frente al escenario, uno al costado del otro. Solo recuerdo que a mi lado Anais y Melz comentaban enternecidas y entre risas los pormenores de la despedida organizada por el colegio, a veces queriendo invitarme a la conversación (es de suponer que se dieron cuenta de mi estado de atribulación) sin éxito pues yo las escuchaba sin escuchar, desmoronándome en silencio. Terminada la ceremonia, (donde se pudo oír uno que otro sollozo) nos condujeron por todo el colegio a modo de ultimo recorrido del lugar que nos acogió por once fugaces años. Recordé (y creo que todos) el primer día de clases, cuando me negaba a entrar al salón pues me aterraba el barullo y la idea de pasar todo un día solo sin mis abuelos o mi madre. Recordé los primeros recreos cuando conocí a mis primeros amigos, recordé los juegos colectivos (encantados, chapadas, etc.) y el correteo por los patios. Llegamos a los pabellones de primaria donde una ensordecedora algarabía reinaba, contrastando con el silencio sepulcral de las mañanas de clase. Los niños habían suspendido sus labores por un momento para salir a los balcones y los pasadizos con el fin de despedirse de nosotros. Sentí los jalones, las apretadas de mano, vi algunos sonreírme y escuche a un salón entero gritar mi nombre (una de mis tías era profesora de tercero de primaria por lo que los niños de ese salón ya me conocían). Dimos la vuelta por el campo de fútbol, ladeamos el coliseo y llegamos al auditorio donde tendría lugar la tradicional despedida de cuarto a quinto de secundaria.
La ceremonia transcurrió sin mayor sorpresa, excepto cuando pasaron un video recogiendo los mejores momentos de nuestros once años de vida escolar, ocasión en la cual la gran mayoría derramo lágrimas de verdadera añoranza. Por un momento sentí que me había librado del molesto recuerdo de la mariposa traicionera, reí en ciertos momentos, llore con los demás y converse con las personas a mí alrededor. Sin embargo, cuando creía que todo había terminado vino algo que termino por destruir mi ánimo y mandar al tacho los momentos que estaba empezando a disfrutar. Se inicio una divertida premiación que incluía galardones como “el mejor claun”, “la más lady”, “el más estudioso”, “el más payaso” (reñida competencia), “el mejor amigo” y “el mejor en dar excusas”. Todo perfecto hasta ese momento, coreaba nombres y reía con los demás hasta que anunciaron el último galardón del día. Anunciaron la premiación a “La pareja más romántica de la promoción” y me hundí en mi asiento. Pero pensé que era imposible incluso conseguir una nominación teniendo en cuenta que todo el colegio nos veía discutir a diario. La pantalla negra empezó a mostrar las imágenes y me vi a mí y a la mariposa traicionera abrazados en una foto de meses atrás. No ganamos (quedamos en tercer lugar), pero me desmorone por completo. Sentí las miradas a mí alrededor y los murmullos detrás de mí. Mientras la pareja ganadora subía al escenario a recoger el premio yo me desvanecía de dolor y volví a hundirme en el asiento. Si era una broma, era una demasiado cruel, no entendía por que había pasado. La ingrata fiera y yo habíamos vuelto a terminar el día anterior y ahora venían a joderme la vida poniendo una foto de los dos, mientras ella estaba en ese mismo lugar, acompañada del sinvergüenza de Mister G. La ceremonia termino y yo estaba hecho un manojo de nervios, temblaba de rabia y dolor mientras la música sonaba y las parejas se ubicaban en la pista para iniciar el baile de despedida.
Absorto y destrozado por dentro me fui a un rincón oscuro y solitario a aliviar mis penas. Busque algún cigarrillo en mis bolsillos sin éxito, me sentí asfixiado y acosado por la hostilidad de algunos. Trate de controlarme pero no pude, me senté en el rincón, hundí mi cara en mis manos sudorosas y llore. Perdí la noción del tiempo, mis manos estaban empapadas de sudor y lagrimas acidas. Sentí la respiración suave y pausada de dos personas, levante mi llorosa mirada y las vi. Kathy y Adela me miraban con compasión, se sentaron a mí alrededor y sin decir nada me abrazaron fuerte. Llore con más fuerza, pero con alivio. Ellas me hablaban pero no las entendía, solo me importaba que estén allí a mi lado. Trataron de animarme y empujaron a la pista de baile y se movieron alrededor mio. Di algunos torpes pasos, esforzándome por parecer sereno hasta que a lo lejos vi a la mariposa traicionera bailando y riéndose con el indeseable de Mister G. Ellas se dieron cuenta (no los mires, ven baila con nosotras), yo me rehusé y me derrumbe en la primera silla que encontré. Llore de nuevo, ellas aun estaban ahí les pedí que se fuesen, no quería arruinarles la celebración, ellas se obstinaron en quedarse hasta que termino la fiesta.
Salí del colegio lo más rápido que pude, mientras profesores y alumnos se buscaban para darse el abrazo final. No quería ir a mi casa. Tome un camino contrario y camine sin rumbo. Solo me detuve cuando me detuve cuando me di cuenta que me estaban siguiendo. Era ella, quise gritarle y mandarla bien lejos pero calle. Voltee y seguí caminando, ella me siguió, voltee de nuevo y hable.

- ¿Qué quieres? ¿Por que me sigues? ¿No te parece bastante con lo que acaba de pasar? – le increpe.

- No puedo dejar que te vayas así, Raúl; mira como estas, tiemblas, no se que puedes hacer en ese estado. – respondió

A lo lejos, me pareció ver la silueta de Sol dirigiéndose a su casa, la mire de nuevo y le pedí que me dejara en paz. Se negó, seguí caminando ella troto hacia mi y me tomo del brazo. Inmediatamente me solté con fuerza y ella retrocedió temerosa. La mire con rencor, ella retrocedió pero se quedo firme frente a mi. Me voy, le dije. Ya me canse de ser tu perro faldero, tu juguete de segunda mano. Me voy lejos, donde ni tu ni nadie me encuentre.

- Pues no puedo dejarte irte así, estas mal Raúl, deja que me quede un rato cont...

- Deja de fastidiar ¡- le grite.

Ella no se movió, odie su terquedad disfrazada de pura hipocresía. Odie cuando se me acerco y me beso en los labios. Me odie por ser tan débil y no haber sido capaz de terminar con la farsa en ese momento.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Escenas limeñisimas (Chapter the second)





“Abatido entre Lima y la Herradura
El rincón de Hawai a diez kilómetros de la eterna ciudad de los burdeles)”
Luís Hernández

El semáforo cambia a verde por enésima vez y la larga hilera de automóviles empieza a avanzar pausadamente mientras el coro de bocinas chillonas se reanuda con singular ímpetu. A su lado oye a cobradores llenando vehículos atestados de soñolientos y sudorosos pasajeros. Algunos ensimismados en lecturas quema pestañas (son universitarios, piensas), otros en un sueño profundo con un hilo de viscosa saliva colgando de los labios; mamachas y taytas con bultos gigantescos y bolsas de mercado mirando maravillados, con sus ávidos ojazos de curiosos y recién venidos provincianos, los letreros de neon o los grandes edificios de transnacionales que abundan en la Javier Prado. Ve a un cobrador entablarse en un duelo verbal con un especialmente díscolo pasajero que se niega a pagar la excesiva tarifa de la empresa. Al final entre improperios y procacidades el cobrador, resignado (aun cuando sabe que “el cliente siempre tiene la razón”), accede al “capricho” del testarudo pasajero, no sin antes hacer un llamado a la buena voluntad del mismo (“ sea conciente pe’ varón”).
Ha logrado, tras muchos esfuerzos, sortear el tráfico infernal de la Javier Prado y ahora transita por la avenida Aviación. Lo mismo, abundante neon, restaurantes por doquier, la vida nocturna limeña aun esta por empezar. Son recién las ocho de la noche y la ciudad aun no termina de despertarse. Dobla en Angamos y llega a Comandante Espinar en Miraflores. Entra por Pardo y maldice. Otra larga hilera de vehículos espera el cambio de luz. Por suerte encuentra un calle perpendicular y llega a la bajada Balta. Las farolas alumbran tenuemente los costados de la calle, el club Terrazas se muestra imponente y con vida aun a esas horas. Las manos le sudan como todo el cuerpo así que decide bajar por el malecón a refrescarse un rato. En el camino se topa con acarameladas y fogosas parejas que aprovechan la posibilidad del anonimato que les otorga las calles miraflorinas. Te ríes para tus adentros, el Parque del Amor debió haber conocido tiempos mejores antes de volverse un burdelito, un troca publico. Ves, entre los árboles, a una muchacha montada sobre las piernas del muchacho quien ya empieza a desabrocharle el brassiere. Aun con la vigilancia permanente en la zona dispuesta por la municipalidad existen parroquianos que saben como darle vuelta a la ley. Doblas por el puente Villena, famoso por la cantidad de suicidios reportados diariamente en el pasado, pensó en la paradójica ubicación de ambos lugares. Uno al costado del otro, uno paraíso del amor terrenal y físico, el otro un medio para poner fin a una historia de desamor. Ahora el puente había sido techado por ordenanza del buró miraflorino obligando a los suicidas a buscar otro lugar para ponerle fin a su existencia.
Ves el mar oscuro y vivo que se confunde con la noche sin estrellas tan típica de la Lima gris. La luna refleja un camino de luz en el océano, un espectáculo ciertamente bello. Te detienes y estacionas el auto junto al parque Champagnat, cruzas la pista mirando siempre a los dos lados (no vaya a ser que algún borrachín al volante te embista y arroje tu cuerpo al mar antes de emprender la cobarde fuga), caminas unas cuadras buscando una bodega. Pudiste haberlo hecho con el auto antes de bajar por el malecón, pero ejercitar las piernas de vez en cuando no le hace mal a nadie. Entras a la bodega y pides una Cuzqueña en lata bien helada y compras un pan con hamburguesa en el carrito sanguchero de la casera. Caminas la ruta de regreso evitando consumir tu cena improvisada antes de llegar al parque.
Observas el mar, te sientes tan atraído que morirías por darte un chapuzón nocturno, aun con el riesgo de morir de hipotermia. Miras los vehículos estacionados junto a la playa, al menos ellos son más discretos que los muchachos entre los árboles. Sin embargo, esta seguro de que el pudor, en esos casos, en la oscuridad del vehiculo y lo desértico del lugar a esas horas no tiene lugar en una (casi) calurosa noche de noviembre. Levantas la vista y admiras la Cruz en el Morro, siempre brillante y bella. A un costado La Herradura vive entre luces de vehículos y las piletas iluminadas de noche contrastando con la oscuridad del balneario de La Punta al otro extremo de la Costa Verde, sumida en la total oscuridad y rodeada de la niebla smog de la ciudad.
Encesto la lata en un tacho cercano y volvió al vehiculo. Hacia tiempo que no venia aquí, claro que le hubiera encantado bajar a la playa pero no quería interrumpir los retozos, gemidos y saltos de los vehículos en acción, con caprichos nostálgicos e introspectivos de un paria errante en una ciudad que oscilaba entre la furia incandescente y el sueño eterno. Oyó el motor ronronear con suavidad y supo que el combustible estaba por acabarse. Eran casi las nueve de la noche y la ciudad estaba despertando. Atravesó el malecón sin celeridad hasta llegar a Larcomar que aun no alcanzaba el máximo punto de ebullición. Avista a los cazadores buscando a las presas de faldita a la moda bien apretada, dobla por la avenida Larco y nota el despertar de la ciudad. Más letreros de neon, muchachos eufóricos caminando hacia una prometedora noche de parra, galerías llenas de compradores y cafés con gente charlando mientras se fuman un cigarrillo. La noche recién empieza, se dice. Se siente joven de nuevo, tararea una canción que escucha en la radio y entonces los ve. Era la fogosa pareja del parque, al parecer habían terminado los previos y ahora se aventuraban a una noche de locura y pasión. Al parecer ellos no lo reconocieron porque no mostraron gesto alguno de complicidad.
El muchacho levanto la mano al aire mientras ella se acomodaba el brassiere, los cegó el resplandor de las luces frontales. Los miraste de nuevo, eran altos y espigados. Vaya suerte que tiene este chico, pensaste. El muchacho levanta el brazo más alto y dice: “¡Taxi¡

Escenas limeñisimas (Chapter the first)




“Me veras volar,
por la ciudad de la furia...”
Soda Stereo

Esperas. La luz rojo escarlata del semáforo es tan distante que pareciera ser una de las pocas estrellas visibles en el gris smog del firmamento limeño. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Treinta? ¿Cuarenta minutos? El perro de juguete te observa con esa mirada vacía y maliciosa de lo inanimado, mientras su cabeza se menea de un lado a otro en aquel sádico movimiento hipnotizante. Nunca entendiste por que lo pusiste ahí, justo frente tuyo. Fue un capricho de Cristina, piensas inútilmente. Lo que hacen las mujeres, le meten a uno cosas en la cabeza hasta erradicar cualquier rastro de voluntad y lucidez que pueda amenazar su hegemonía hogareña y dictatorial. Empiezan con mínimos detalles (los adornos del auto, lo que se debe o no comer en casa o los programas de televisión) para después, en un acto de conchudez y cinismo inusitados, decidir la ropa que debes ponerte, tus horas de llegada y salida, a quien mandarle el currículo y hasta fijar fechas y formas para el sexo (sino pregúntenle a Madonna).
Se estaba empezando a impacientar. Prendió la radio y busco una emisora al azar. Se detuvo en una donde pasaban solo rock en español. Era un alivio encontrar una emisora así, entre las innumerables señales que solo emitían las pegajosas e inevitablemente infaltables “cucucumbias” o el disforzado y adefesiero ritmo “reggaetonero”. Estaba hastiado de escuchar lo mismo por todos lados. En realidad no tenia nada contra la cumbia, se mostraba tolerante con todo tipo de genero excepto con la superficialidad reggaetonera. No acaba de entender la gracia que tenía ponerse collares de can en el cuello, o andar con ropa tan holgada que tienen necesidad de acomodar por ratos tratando de evitar quedarse calatos en medio de la calle. No le entraba en la cabeza la idea de escuchar letras que no pasaban del “chuculunlunlun”, o del “dale duro papi, dale más duro”; “melodías” (ojo con el énfasis) sadomasoquistas y prejuiciosas al limite que ponían al descubierto la misoginia de varones de habla arrogante y ademanes delincuenciales.
La larga hilera de vehículos en la Javier Prado improviso un coro de bocinas chillonas en señal de desesperación absoluta. Los dos policías que dirigían el transito hicieron caso omiso a los chirridos hostiles y a los insultos escandalosos de los choferes delante tuyo. Esperas.Era viernes, un viernes sangriento; como toda la semana, como todos los meses, como el año entero. Cuando te das cuenta que ya han pasado casi sesenta minutos desde que te metiste al embotelladero infernal de las siete de la noche cambias nuevamente de emisora. Te detienes en una donde repasan las noticias acontecidas durante el día. Nada nuevo de lo del periódico abandonado en el asiento del costado: Violaciones, robos, “petroaudios”, el presidente profanando la memoria de Celia Cruz mientras baila el tristemente celebre “teteo”, choques, otorongos durmiendo en el hemiciclo, huelgas por doquier y artistas “figurettis” y “angurrientos” de esa patética imitación que se hace llamar “chollywood”. Recuerdas un libro que leíste en tus años universitarios, cuando pensabas ser un gran escritor, un intelectual como esos que ganas premios y condecoraciones en todos lados. Recuerdas a Zavalita, Santiago Zavala mirando “la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios iguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina. El mediodía gris.” Lo recordabas en la puerta de “La Crónica” pensando en que momento se había jodido el Perú. Y te identificas con el, con Santiago Zavala, el “señor editorialista” que “era como el Perú” porque “se había jodido en algún momento”. Trata de repasar cada instante de su vida para delimitar el momento de degradación fatal: ¿las pichanguitas en el colegio?, ¿las idas y venidas a los “huecos” frente a la universidad?, ¿el día de su matrimonio con Cristina? No, no; habían sido todos esos, no uno solo, el se había jodido desde el principio.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Betrayal butterfly (parte 10)



“No recuerdo tus ojos, pero si lo que vieron...”
Luís Hernández

Por esos días, mi relación con la mariposa traicionera ya había empezado a sentir los estragos de la rutina y el tedio. Recreo tras recreo, salida tras salida; pasábamos la mayor parte del tiempo sentados uno al lado del otro, sin decir una palabra. Había ratos en los que hablábamos (o mejor dicho ella hablaba) de las cosas que pasaban en nuestros salones de clase. En mi caso no había nada extraordinario que contar: los cambios de hora con mi guitarra en un rincón del salón mientras la gente me pedía canciones al azar; los videos que grabábamos con Kathy, Sol, Adela, Ferxio y Jordan; entre otras cosas; no tenían mayor relevancia en comparación con las “aventurillas” de la mariposa con su nuevo amigo. Quizá por eso tratábamos de no tocar el tema pues la sola mención de Mister G en la conversación desencadenaba una serie de discusiones que (casi) siempre terminaban en rochosas peleas a voz en cuello donde ella terminaba siendo la victima ante los ojos de todos, mientras yo me marchaba con mi furia incandescente reprimida en mi garganta hacia otro lugar lejos de ella y de las desdeñosas miradas de los que habían presenciado la pequeña guerra en el patio principal del colegio.
Apoyado sobre el tronco de algún árbol de los muchos que habían alrededor el campo de fútbol me dedicaba a observar a las parejas que circulaban por ahí. Algunas me saludaban, otras estaban demasiado abstraídas dándose arrumacos como para darse cuenta de mi presencia. Así pasaba el tiempo, solitario y divirtiéndome pensando que todos ellos eran tontos enamorados, para después darme cuenta que yo también formaba parte del gran grupo. Resignado y con la mirada perdida caminaba por los patios atestados de chiquillos pateando pelotas, chicas agrupadas en círculos contándose los últimos chismes o “rajando” de alguna fulana que ellas consideraban “indeseable”; veía el tiempo pasar sin detenerse siquiera para mostrar condescendencia con un pelele que cometió el error de “enamorarse” en los dos últimos de los once años de vida escolar, o mejor dicho, de un huevon que no supo discernir entre amor y perdida de tiempo.
Cuando el timbre que anunciaba el retorno a clases y el fin del receso se imponía sobre el barullo de los patios yo emprendía el camino hacia mi salón en el segundo piso del pabellón a un extremo del colegio. Buscaba a la mariposa con la mirada y en seguida la encontraba de lo más radiante con Mister G o con alguna de sus amigas. Ya no me afectaba, mi día se había ido al tacho con todo lo que ello implica así que entraba cabizbajo a escuchar clases. Notaba en seguida el recelo a mí alrededor, sentía las miradas sobre mí, los reproches en el aire y los murmullos de algunas de las chicas cerca de mí. Hubiera podido acercarme y exigirles una explicación, pero me retuve pues consolidaría aun mas la fama de conflictivo que me estaba empezando a “ganar”.
El timbre que anunciaba el fin del día de clases sonaba estrepitosamente y todo el salón se lanzaba hacia la puerta queriendo salir lo más rápido posible. Yo, sentado en mi carpeta me demoraba adrede en guardar algunas de mis cosas en el locker y otras en la desvencijada mochila. Cuando el salón quedaba casi desierto salía sin apuros evitando encontrarme con la mariposa y su amigo cosa que eventualmente no sucedía. Me los cruzaba en el patio, tal y como lo hiciera al final del receso, riendo a carcajadas y cuando ella advertía mi presencia se despedía rauda de el mientras yo me acercaba sin opción alguna.
-Amor, te juro que estas tres horas se me han hecho eternas, hay que arreglar las cosas, sabes que no me gusta estar así contigo- decía mientras acercaba su rostro al mio.
Yo escuchaba sin escuchar, callado, mirando el pasar de los carros tras ella. Ella me beso, no me inmute, solo moví los labios tratando de disimular mi incomodidad. En realidad ardía por dentro, me reprimía las ganas de reprocharle su cinismo. Me abrazo y me beso aun con mas fuerza, sentí su vientre y sus senos contra mi pecho, recordé a las serpientes de Nacional Geographic enroscándose en sus presas casi asfixiándolas para luego inyectarles su ponzoña mortal. Ella pareció notar mi rechazo pues desvió el rostro y haciéndome adiós con la mano empezó a caminar hacia la camioneta que la esperaba para llevarla a su casa. Fue entonces cuando la cogi de las caderas y la bese con toda la fuerza que pude canalizar en mis labios húmedos, la sentí reír entre dientes no se si en señal de triunfo, placer o alivio. Su lengua recorría mi cavidad bucal y mis dientes mordían sus labios. Cuando la sentí satisfecha separe mi rostro del suyo y la mire fijamente a los ojos.
Muchas veces me han dicho que tengo una mirada profunda. También he escuchado la idea de que los ojos son el espejo del alma de uno. Pues si ello es cierto lo comprobé muchas de esas veces. El beso que le di reflejaba la ira reprimida y que me negaba expresar en palabras. Mi mirada lo decía todo. Percibí miedo en sus ojos, la sentí temblar cuando se despidió de mí. Camine la ruta a casa pensando en el tiempo que ya había estado con ella. Recordé el primer beso, la primera salida, sus cartas llenas de melosa cursilería y las tardes en su casa. Recordé sus celos absurdos y los míos, los momentos de intimidad y las rochosas peleas ante la vista de todo el colegio. Recordé aquel tiempo con algo de soledad.