martes, 9 de septiembre de 2008

Costa Jones y el retorno de Inkarri / Prologo (parte 1 )


Nazca 1985

El mar tenía a esas horas, un aspecto tenebroso e insondable, débilmente iluminado por el tenue resplandor plateado de la luna que parecía marcar una suerte de camino luminoso a lo largo del océano hacia la playa adyacente a las pampas de Nazca, una especie de ruta marcada por los dioses. Esa era la última noche de la acampada de estudio del curso de historia y para su mala suerte le habían asignado el puesto de imaginaria precisamente a él. El joven agazapado bajo un gran bulto de mantas con motivos andinos, aunque muy abrigado, no podía evitar sentir como la intensidad de la gélida ventisca costeña se calaba hasta sus huesos, congelándole casi los pulmones.

Estoy fregao – musitó entre dientes- si no muero congelado quizá me ahogue por la rapidez con la que está subiendo la marea. No se como hizo esa señora Reiche para pasar casi toda su vida en un lugar tan desolado como este.

Mientras pensaba en cuán eficientes podrían ser los efectos de la criogenización el joven buscó entre los restos de la casi ya extinta fogata la botella de pisco puro que horas antes su profesor, un senil catedrático que a penas y podía mojarse los pies en la playa, había sacado con el fin de enfrentar en cierta forma el sobrecogedor frío de la zona.

Miguel Costa no tenía más de 17 años, pero ya poseía una barba de cuatro días, una enredada melena negra y un gran talento, casi innato, para meterse en problemas. Y esos problemas se debían quizá a la debilidad que sentía hacia los viajes, la historia y los tesoros exóticos. Su primer ciclo en la Universidad Católica ya estaba llegando a su fin, y con este las ansias de Miguel de viajar a España volvían a aflorar como todos los años. En cierta forma sentía una “tácita obligación moral”, un deseo casi frenético de estar en el país ibérico que inculcaría con singular ímpetu en sus alumnos del curso de Historia del Perú: formación hasta el siglo XVIII, unos 23 años después. No por gusto quería hacerse historiador.
La radio portátil empezaba a emitir los primeros acordes de una canción de Jimmy Hendrix, cuando Miguel, botella en mano, noto una extraña luz en el lugar en el que habían que precisamente habían estado estudiando durante la visita. Era una luz, que aunque tenue, poseía ese fulgor propio de las que anteceden a grandes descubrimientos. El muchacho entonces hizo precisamente lo que haría cualquier melenudo temerario y algo pasado en tragos hubiera podido hacer: tomo la antorcha y con el grueso poncho de lana de alpaca cubriéndolo casi completamente, se dirigió hacía el lugar donde brillaba la luz tropezando a menudo con los equipajes de sus compañeros y uno que otro cangrejo noctámbulo que rondaba por la zona.
La waq’a poseía esa imponencia de las construcciones destinadas a la gloria ad posterium. Los monumentales muros que custodiaban el interior del santuario se encontraban rodeados de una flora inverosímil la cual los dotaba de un aspecto mucho más tenebroso. A los lados crecían frondosos lúcumos cuyos jugosos y apetitosos frutos estaban esperando a ser ingeridos por los casuales visitantes. El muchacho ya estaba acostumbrado a ese tipo de lugares pues había pasado gran parte de su infancia visitando sitios arqueológicos a lo largo del país descubriendo el misticismo de un pasado legendario. Estas idas y venidas le habían dado algunas vagas nociones de quechua, la lengua de los hombres, y aunque no lo hablaba fluidamente poseía los conocimientos necesarios como para realizar su trabajo a cabalidad.
Cuando hubo llegado al umbral de la entrada principal del templo no pudo evitar percibir ciertos ruidos cercanos a la cámara principal del recinto. Eran ruidos de metal golpeando la tierra seguidos por el claro sonido de las agitadas respiraciones de tres personas en conjunto. Trepó un muro y asomándose hacia la cámara principal divisó, efectivamente, a tres hombres notablemente cansados, excavando en un pozo de una profundidad considerable. Eran claramente nativos de la zona, pues poseían la recia contextura en sus cuerpos y la innegable aura solitaria que rodea al común denominador de los hombres de este país. Sin embargo, no fueron las fornidas apariencias de los trabajadores lo que llamó la atención de Miguel, fue el hombre de sombrero, casaca de cuero y látigo atado a la cintura que supervisaba la excavación, el que, con su gigantesca sombra proyectaba sobre un muro, el que hizo que su pulso se acelerara.
¿Quién demonios es ese tipo? – Se preguntó hacia sus adentros – Esa apariencia no se ve desde hace casi cuarenta años.

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