martes, 7 de abril de 2009

Geminis


El revólver parecía a punto de resbalarse entre sus dedos llenos de sudor y sangre humana fresca de la última víctima que acababa de cobrar. Ladeó la esquina sin bajar el arma, se secó el sudor de la frente con una de las mangas de su camisa a cuadros y siguió caminando hacia la puerta entreabierta que distinguió entre la oscuridad total del lugar. Su corazón latía como una bestia tratando de zafarse de la prisión interna planeando una embestida asesina. Llego a la puerta, respiró hondo y la abrió mientras las bisagras chirriaban delatando la gran cantidad de óxido y decrepitud de la casa adobada, perdida en lo más remoto de los silenciosos cerros huamanginos.
Entró. La madera bajo sus pies pareció crujir emitiendo un ruido seco y lúgubre. El aire olía a decrepitud y montaña y el viento azotaba las cortinas de trapo blanco contra la pared de adobe manchada de suciedad doméstica. El cuarto estaba vacío. Solo unas hilachas de paja de establo flotaban en el aire por el vendaval procedente de la chacra contigua. El arma temblaba incesante entre sus manos empapadas de sudor frio. Avanzó. Una sombra se erguía de espaldas ante él, pero esta sombra le resultaba curiosamente familiar. Era el mismo porte, la misma camisa, el mismo cabello y el mismo fétido olor rojo muerte en la ropa. Vaciló y detuvo su marcha. Bajó el arma y habló, aunque sabía de antemano la respuesta de la sombra, así como esta sabía lo que el coronel Roberto Araujo habría de preguntar. A pesar de su pobre manejo del quechua, levantó el arma y con la típica voz propia acorde a su ostentoso cargo policial gritó.
- ¿Imataq sutiyki?
La figura del hombre frente a él no se inmutó. Seguía de espaldas como si no hubiese escuchado absolutamente nada. - ¿Imataq sutiyki?. El coronel se empezaba a impacientar. Nunca nadie había ignorado una increpación suya, siempre fue tan apreciado, tan tomado en cuenta, tan admirado por sus subalternos que no necesitaba terminar de dictar la orden para que su gente la cumpliera a cabalidad y en el menor tiempo posible. -¿Imataq sutiykikiiii? Se sentía ridículo gritándole a la espalda del sujeto frente a él. No lo toleraría más, al coronel Roberto Araujo nadie lo ignora y menos un pobre civil que osaba vestirse idénticamente a él. Bajó el arma de nuevo y con la ira saliéndole por los poros se acercó, tomó el hombro izquierdo del sujeto y lo samaqueó mientras descargaba la ira e impaciencia acumulada durante días y horas pasadas. – Escúchame bien huevón. Conmigo nadie se hace el loco y menos un indio malnacido como t…
Soy Roberto Araujo. Soy tú y tú eres yo, coronel. – La sombra había volteado y ahora lo miraba directamente a los ojos. Un suave halo de luz lunar lo bañaba en medio cuerpo, mientras la otra parte permanecía aún en la oscuridad. El coronel calló por un momento. Se miraba a si mismo frente a él y sin embargo estaba seguro que no era él a quien veía. Era imposible que se viera y escuchara. – Debe ser producto de alguna hechicería de estos campesinos de mierda. Tú no existes, yo soy el único que está aquí. Tú no eres real, tú no eres más que un producto de mi imaginación. Este maldito pueblo me está volviendo loco. –
Yo soy tan real como tú. Yo también asesiné a esa gente. Yo vi cuando lo hicimos y disfruté sus gritos mientras los descuartizabas y colgabas sus restos en los postes de la plaza para que los perros se los coman, los gocé tanto como tú. Yo soy el coronel Roberto Araujo.
El coronel tambaleó y retrocediendo aterrorizado, tropezó con un costal de papas en medio del suelo polvoriento. A tientas buscó su arma, tenía que acabar con el sinvergüenza que tenía adelante. Era totalmente inadmisible que un civil osara a imitarlo, a querer suplantarlo. Un impostor no podía ser tolerado. Lo arrestaría ahí mismo, lo encerraría en la más mugrienta de las celdas y al día siguiente le daría una sanción ejemplar porque en su jurisdicción nadie se mofaba de él y quedaba bien librado tan fácilmente. Casi a tumbos, se levantó y estirando su torso al máximo, como queriendo recuperar su imagen autoritaria, se enfrentó a la sombra que decía ser él mismo.
Queda usted arrestado por faltar el respeto a la autoridad, no intente oponerse y agáchese con las manos sobre la cabeza. - Su voz sonaba falsamente segura. Sabía que había algo ahí que no cuadraba pero se negaba a aceptarlo. Ese hombre frente a él se le parecía tanto, pero no; no había posibilidad alguna para alguien tan porfiadamente poco supersticioso como él que lograra convencerlo que hablaba consigo mismo, o con algo tan pocamente etéreo que parecía de carne y hueso. El impostor lo escuchaba divertido mientras el coronel pensaba en destrozarle el cráneo a culatazos por la insistente insolencia del individuo. - ¿Aún no lo entiendes, Roberto? Tú mataste a esas personas. Tú eres el asesino que tan febrilmente han estado buscando tanto tú y tu tropel de buenos para nada. Siempre tuviste al asesino literalmente pisándote los talones. Tu ineptitud, tu excesiva confianza y la de otros depositada en tu trayectoria impecable, tu tino y responsabilidad para con el país te hizo creer que estabas libre de toda sospecha. Esos años sirviendo en el glorioso ejercito peruano bastaron para crearme y crecer en ti, un asesino en serie un enfermo mental sediento de sangre. Este eres tú. Este es el coronel Roberto Araujo, poseedor de la Medalla del Sol en Orden de Gran Cruz, el hombre que acabó con el régimen del Terror y que creó uno más cruel y despiadado. ¿Qué harás ahora? ¿Entregarte como un soldado fervoroso y fiel al servicio de la Patria o huir como el más vil de los terrucos que mataste tantos años atrás? Tienes dos opciones y poco tiempo para decidir. Tus oficiales están cerca y lo sabes. Llegarán en cualquier momento y quieras o no tendrás que confesar los crímenes. Un mártir, un héroe de la Patria cae, un bestia, un animal se levanta. Tú decides. Me dejas actuar a mí o huyes como un maricón montaña adentro, en medio de la nada para pasar de cazador a presa. ¿Tú sangre o la de ellos falso patriota?
El coronel Roberto Araujo, atónito, sentía resbalar lágrimas de ira profunda sobre sus recias mejillas de volcánico luchador. Toda una vida, todo su talento, todo el sudor y los años sacrificados por su país se habían ido a la mierda de un momento a otro. Pero aunque sabía que lo que le decía el otro coronel era verdad, se negó a dejarse vencer tan fácilmente. Así, con toda la ira que podía acumular en sus fornidos brazos se abalanzó sobre él. Rodaron por el suelo y forcejearon un buen rato. Los puñetes y las patadas se repartían por doquier. El coronel lloraba de resignación y vergüenza. Había traicionado a su tierra y para eso solo había una solución posible. La sabía muy bien. Era parte fundamental del código de honor espartano que había aprendido a medias hacía años sentado sobre dos pares de ladrillos y apoyado sobre una tablita de madera podrida, zapatos sucios por el polvo de la pichanga, carita sudorosa y chaposa, ojos de abogado soñador, bajo un precario techo de esteras que lo protegían parcialmente del inefable sol de marzo en las vastas y nostálgicas pampas ayacuchanas.

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